Pintura: Henri de Toulouse-Lautrec
Una amiga entrañable, arquitecta, me narraba sobre la cadencia de los hombres y las mujeres que caminan por las calles más transitadas de Río de Janeiro. Su relato era emocionante por la forma en que ella lo describía y como habla portugués, podía entenderse con ellos como una semejante más, como otra caminante feliz que tenía la oportunidad de exhibir belleza, juventud e inteligencia. Pero la mejor parte era cuando evocaba el caminar y traté de comprender o así lo escuché, que allí, en la ciudad paradisíaca, lejos de las chabolas, la gente hermosa encarna la picardía del alma latina.
Pero no todo lo latino es hermoso, cadente, sensual y festivo. Es moneda que tiene cara y cruz o águila y sol. A la inteligencia es fácil espantarla, basta un grito, una ofensa, para que se eche a perder toda la belleza de un concierto, toda la placidez de un jardín.
“Latin Lover” es una gringada cinematográfica. El alma latina se advierte y se disfruta sólo entre los que mamamos la herencia directa del imperio español que a su vez, absorbió todo lo que pudo del imperio romano y que después adquirió lustre con los árabes. Un latino entiende bien que somos netamente teatrales, abusivos de maneras y gestos. Que somos católicos vociferadores y rezanderos y que al grito de “Viva la virgen” nos encanta todo lo que apabulle, creamos en Dios o no, seamos practicantes o no... pero sobre todo, un latinoamericano sabe que no puede pasarse la vida mentándole la madre a seres como Antonio López de Santa Anna porque en el fondo comprende y admira que se trataba de un cabrón bien hecho, pero cuando abusó y se excedió en todo, quince uñas estaba sobrado de poder.
Santa Anna es la hechura del latino criollo, al que también se le emparenta con la sangre nativa y ese temperamento de buscapleitos, de reacomodos, de hacedor del caos, de marchante delante de la plebe que lo seguía para que con gritos y amenzas espantara a los ricos... ésa, es la personificación del bribón, del ratero, del provocador, del seductor, del que se va con la lengua. Pero mientras tienen poder o mientras puede estar con alguien que lo admire y le permita esos desmanes.
Entonces, ¿por qué vamos a sorprendernos de que las sesiones del Congreso veracruzano terminen en concursos de porras y vítores y mentadas de madre? Todos los que fuimos testigos de la última sesión, en la que se votó por las reformas al artículo 4 de la Constitución Política de Veracruz asistimos a un espectáculo donde sólo hizo falta un ring y dos luchadores panzones y con máscaras adquiridas en el mercado Jáuregui. El salón plenario se partió en dos y en cada lado, los bandos de la intransigencia; yo nunca advertí que se tratara de buenos o malos. Los católicos recalcitrantes defendían sus opiniones y la supuesta gente de razón, la que pretendía la despenalización del aborto, la que tiene hasta doctorados y probó las mieles de las europas, les contestaba con silbidos de arriero y con señas de alvaradeño mudo. Pero no había diálogo, no había esa parte de la inteligencia que también caracteriza al alma latina.
La propia diputada perredista Margarita Guillaumín, momentos antes de que iniciara la maratónica sesión de casi cinco horas, nos dijo a algunos pocos reporteros: “Antes de esto empiece, si hay violencia, responsabilizó a los diputados del Pri porque están permitiendo un posible enfrentamiento.” Y a los diez minutos de iniciada la sesión, de los dos bandos, ni a cuál apostarle. Las personas con el don del habla, regalo de Dios o bendición de la evolución, se esfumaron y los espíritus siniestros de animales encerrados y coléricos dominó sobre el respetable público durante esa tarde-noche.
“En lugar de operarte la nariz te debes operar el cerebro” gritaban a coro las mujeres que lucían sus camisetas por el derecho y la libertad de la mujer para decidir sobre su cuerpo. ¿A quién le gritaban? A dos diputadas priístas que votaron a favor, Marilda Rodríguez y Elvia Ruiz.
Pero en el otro bando había la misma confusión, de repente, a los católicos se les olvidaba que tenían enemigos y cuando Margarita Guillaumín subía la tribuna, para apelar a la razón, ellos quedaban convencidos y le aplaudían con mucho entusiasmo.
Habrá que limpiarle la borra al ombligo de la capital de Veracruz, la “Atenas veracruzana” o aplicar el dicho: “El que no quiera ver mostros, que no salga de su casa.”