martes, abril 19, 2005

Laura Díaz, los subrayados

En octubre de 1999 leí una excelente novela, Los años con Laura Díaz, del escritor mexicano Carlos Fuentes. Compartiré algunos subrayados que hice al texto, porque me parecen atinados como para releerlos y dejar a esas palabras en la boca un tiempo razonable, para después tragarlas. La única diferencia entre los alimentos y las palabras es que los primeros van al estómago, a amasijarse con jugos gástricos; en cambio nuestros pensamientos van directo al corazón (aclaro que las edición pertenece a Alfaguara).

La pintora Frida Kahlo le comenta a Laura Díaz (p. 231):
La infidelidad a veces no tienen nada que ver con el sexo. Se trata de establecer intimidad con otra persona, pero la intimidad puede ser secreta y el secreto requiere mentiras para proteger la intimidad y el secreto a veces se llama “sexo”.
—No importa con quién te acuestes, sino en quién confías y a quién le mientes...

Diego Rivera hace un regalo a su esposa Frida Kahlo (p. 237):
—Léele este poema a Frida —Rivera le entregó una plaquette muy esbelta a Laura— . Es el mejor poema mexicano desde Sor Juana. Lee lo que dice en esta página,

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
Por un Dios inasible que me ahoga,
y más adelante,
¡Oh inteligencia, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlo!
y al final,
con Él, conmigo, con nosotros tres...

—¿Ven cómo lo entiende todo Gorostiza? Sólo somos tres, siempre tres. Padre, madre e hijo. Mujer, hombre y amante. Cámbialo todo como quieras, al cabo siempre te quedas con tres, porque cuatro ya es inmoral, cinco es inmanejable, dos es insoportable y uno es el umbral de la soledad y la muerte.

Laura Díaz acerca de su marido (p. 257):
“No lo odio, me fatiga, me quiere demasiado, un hombre no debe querernos demasiado, hay un equilibrio inteligente que le falta a Juan Francisco, tiene que aprender que hay un límite entre la necesidad que tiene una mujer de ser querida y la sospecha de lo que no lo es tanto”.

Sobre el encuentro de Laura Díaz con su amante Jorge Maura (pp. 266-267):
Ella no pensaba más en minutos ni en horas, ella vivía con él, a partir de esa noche, el tiempo sin tiempo de la pasión amorosa, un remolino de tiempo que arrojaba lejos de la conciencia todas las demás preocupaciones de la vida. Todas las escenas olvidadas. Aunque en el amanecer de esa noche, ella temía que el tiempo, que esa noche se había devorado todos los momentos anteriores de su vida, se tragase también éste. Se prendió al cuerpo del hombre, lo abrazó con la tenacidad de la hiedra, imaginándose sin él, ausente pero inolvidable, se vio a sí misma en ese momento posible pero totalmente indeseado: el momento en que él ya no estuviese allí pero su memoria sí, el hombre ya no estaría con ella pero su recuerdo la acompañaría para siempre. Ese precio lo pagó la mujer desde entonces y le dio gusto, le pareció barato en comparación con la plenitud del instante. No podía dejar de preguntarse, angustiada, ¿qué significan ese gesto —esa mirada— esa voz sin inicio ni fin? Desde el primer momento, no quiso perderlo más.
—¿Por qué eres tan distinto a todos los demás?
—Porque sólo te miro a ti.