martes, mayo 03, 2005

Altagracia... era su nombre

“y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada”
José Gorostiza

Me dijeron que eras algo similar a lo que invade, no sé, que no me creyera del todo estos sentimientos que ya albergaba porque sobre la vida no pueden hacerse demasiados planes y por supuesto, tampoco es posible que se hagan las excepciones. Ahora recuerdo lo que dice un tango: la vida es una herida absurda, y eso me taladra el pensamiento mientras el autobús abandona las anchas calles de Puebla.
Afuera la gente camina y pasea como si nada, las dolencias de cada uno se miran tan sólo en las pupilas; esta es una ciudad irreal, no existe, nunca ha existido... me niego a imaginar que una vez fue paso de los virreyes, que desde aquí escribió el obispo Palafox contra Sor Juana o que las tropas del mariscal Bazaine sitiaron al ejército de Zaragoza o que cuando Pancho Madero bajó del tren el ala liberal no estaba de acuerdo siquiera en quién daría la arenga de bienvenida. O también pensar en lo más romántico, que de por sí ya suena bárbaro porque es complicado idear que los ángeles subieron las campanas catedralicias. Que loca estoy, ¿no? Si ellos representan una dulce mentira en el mundo de los hombres, ¿por qué tendría que existir yo, o tu?
Las mujeres desterradas habríamos de formar una hermandad en el momento que comenzamos a menstruar. Contáme tu fracaso, decime tu condena, dice el mismo tango. Y mi condena fue paradójica. Por el ateísmo de mi padre comulgué hasta los doce años, previo mar de llanto, por años, de mi madre. Cuando terminó la ceremonia religiosa y caminé rumbo al altar para la fotografía del recuerdo, una mancha roja que brotaba justo atrás, me avisó que ya estaba lista también, para recibir el otro cuerpo y parir con sangre. Durante el almuerzo, el chocolate, de por sí amargo se mezcló con hiel y el sabor perduró, un dulce que escorea la boca.
Hablame simplemente, de aquel amor ausente. Tenías que llamarte Altagracia, como todas las mujeres de mi familia. El color de tus ojos, no sé, tal vez hubiera sido de un café transparente, casi ámbar que todos los días, cada mañana, fuesen restregados por unas manos blancas, transparentes, dedos largos con uñas bien recortadas. Y esa mirada tenía que ver los nubarrones grises de este invierno porque en tu corazón no había calor suficiente como para que nacieras durante la primavera; porque tu madre, la que tendría que parirte, no tuvo tampoco el dolor suficiente para aguantar que fueras aprendiendo a caminar, a decir las primeras palabras, esas que no entiende más que el oído de quien te hubiera llevado doscientos y tantos días en el vientre. Altagracia de la Soledad, sonaba bien. Pero ahora, al igual que yo, no tienes razón para existir. Pronto llegaré a los umbrales del aeropuerto y en la ciudad de los palacios se queda para siempre el recuerdo, como en la clínica de San Ángel se quedaron tus labios despedazados y una parte de un corazón, el mío, que a partir de entonces viaja con una pena tan negra. ¿Para qué me ha servido la poesía a los diecinueve años?