lunes, julio 04, 2005

Estío: rituales incómodos

“El cuerpo no funciona como quisiera,
el alma sin colores, muere de pena...”
Isabel Parra

Ella se vistió con una túnica blanca y calzó unas sandalias de tira única. Los tendones de sus pies se marcaban a cada paso y en el aire dejaba un halo que recordaba los cuerpos de muchachas ungidas con sándalo y adornadas con tiaras florales... menudas, adolescentes casi niñas que iban al matadero en aquella población del sur, donde transcurrió su infancia: un patio grande de cuyo centro manaba una fuente labrada en piedra roja y los chorros, helados y cristalinos, surtían en riachuelos a los cuatro puntos cardinales. En derredor de aquel patio enlosado las habitaciones altas y frescas que se correspondían al clima templado de la selva, las bóvedas catalanas resguardaban a la pequeña de esa endemoniada humedad caliente que pulveriza los huesos, como decía la abuela.
Pero aquellos recuerdos eran polvo de los años. Ya no existía el caserón de los Tuxtlas sino unas paredes estúpidas que se erguían majestuosas en memoria de haber sido algo, en otro tiempo. Ni ella ni aquellas ruinas verían jamás a las púberes que se vestían con manta cruda en el inicio del estío y que danzaban, para diversión de los invitados a las comilonas que organizaban los abuelos, haciendo coros y alabanzas. No, eso era el pasado, de que si te vi ni me acuerdo. Como no podían, o mejor dicho “no debían” acordarse aquellas jovencitas de lo que pasaba entrada la noche, porque en ningún año faltaban los patrones briosos como potros que requerían de las dulzuras y a rendir culto a la madre tierra, que para eso las parió a las muy indias. Y acomódeseme aquí cerquita de los manglares y a ver esas nalguitas prietas que después se comerá la plebe.
Por eso ella jamás bailó en aquella ceremonia tan boba y cuando los pechos se le comenzaron a insinuar entonces que la niña se vaya a México, que estudie con las madres del Sagrado Corazón, que aprenda a tocar el piano y que se case, bien casada y si le entran ganas de regresar a pudrirse a la casa de los Tuxtlas, pues que lo haga. Que para eso se hizo tanto dinero. Pero quedarse para oír misa cada tarde y catequizar a los indios, no; primero el mundo, después el infierno del encierro, si así le gusta.
Y le gustó un tal Raimundo Chigo, que no era como los primos que venían de Puebla a pasar el verano. Se encaprichó con uno que no tenía el cabello ondulado y castaño sino negro y tieso como los pelos de un perro corriente. Y para esos berrinches no estaban los padres ni los abuelos; que se vaya más lejos, donde no la encuentre este descastado y hay que poner un telegrama para que... Treinta y cinco años después, en el estío de 2005 ella sale a caminar. Serpentea desde la Plaza de Catalunya hasta la estatua de Colón, La Rambla está en la efervescencia de las floristerías y los turistas que aprovechan la nula sombra de una Barcelona que promete la diversión noctámbula; pero eso no la distrae. Imposible borrar, cortar de tajo a la memoria que hiere; pero se conforma en pensar que hace ya mucho ella se quedó en la imagen del espejo veneciano que alguna vez estuvo pendido en una pared de la casona en ruinas.