domingo, julio 17, 2005

Norberto, la píldora y las iglesias desiertas

El señor cardenal, arzobispo primado de México, Norberto Rivera Carrera debe extrañar las épocas virreinales, cuando ante la ausencia de un poder civil real, la silla episcopal se trasladaba —en sentido figurado— al palacio, ¿cuál junta de gobierno ni que el muerto? El poder recaía en el arzobispo primado, en tanto llegaba la flota naval con el nuevo virrey. Pero claro, desde la colonia, las raíces culturales y políticas de lo que ahora conocemos como México (Nueva España, para aquel entonces) han estado entretejidas en una relación arbitraria y de mescolanzas entre los poderosos.
Pero sacando juventud del pasado, los grupos religiosos más importantes de México han comprendido la ventaja que tiene su intervención mediática. Ahora sí la frase de “religiosamente cada domingo” viene a cuento. Y ayer, el señor cardenal lamentó que la Secretaría de Salud ha incluido a la píldora del día siguiente en el cuadro de los medicamentos básicos del país. Su alegato es que se trata de matar a un ser humano y que las mujeres se van a convertir en asesinas seriales, pues la acción emprendida por las autoridades sanitarias representa, para él, como poner armas en manos de la gente. Algunos reporteros (yo creo que por sacar más color a su próxima nota) lo puyaron al preguntarle si exigiría la renuncia de los funcionarios implicados en esta “inclusión”. Ahora sí parece que el espíritu santo le tocó la cabeza y dijo que no, que lo suyo no son las movilizaciones sino el diálogo, centrado en la ciencia y en la razón.
Vamos por partes. Si la iglesia católica mexicana tuviera la misma fuerza de hace cien años, por ejemplo, no harían falta tantos parangones mediáticos cada domingo. Basta con un comunicado interno de prensa, elaborado por el Consejo del Episcopado Mexicano (que de todas formas sucede) para boletinar a la curia sobre los temas que deben atacarse en los sermones del domingo y todos contentos. Pero el cardenal y el resto de los dirigentes de los católicos mexicanos saben que sus iglesias crecen a un ritmo mucho más lento en comparación con la población nacional. Si este fuese aún un país “católico” habría muchos más templos… pero lo cierto es que antes que todo, somos un pueblo “guadalupano” y “juanpablista”.
En el caso de la guadalupana, bueno, son muchos siglos como para borrar un mito y una historia de las mentalidades. En el caso del fallecido Juan Pablo II, la justificación puede recaer en que el tratamiento (la cobertura) que los medios hicieron de las visitas papales fue la de crear una imagen de abuelo sabio y noble, el “tata” que no se cansaba de recomendarnos rezarle a la morena del Tepeyac. Jamás nos pintaron, primero sólo el consorcio Televisa y después el de TV Azteca —los monopolios televisivos del país— al estadista que estaba, ni atrás ni adelante, sino también con el ancianito polaco. Allí vieron que un papa carismático y güerito le venía de perlas a la indiada. Ahora, sin Juan Pablo de por medio, la fuerza de la iglesia, como aparente conductora de las conciencias, se tambalea. La cuestión es que muy pocos aceptan ya la sumisión a un gigante que ignora las necesidades de sus liliputenses. Pero un día, los enanos le ganarán a Gulliver.