jueves, julio 14, 2005

La esperanza de Acosta

Acosta sabía que a partir de aquella tarde su vida iba a cambiar. Lo presintió desde la mañana, cuando se estaba afeitando y un hilito de sangre manchó la cerámica del lavamanos; después brincó cuando la loción hizo lo suyo en la diminuta herida, pero como sucede con todos los detalles mínimos, el incidente pasó a no significar demasiado. Estaba nervioso, eso sí, porque no todos los días asiste uno a su trabajo a sabiendas que horas más tarde se le nombrará como jefe. Quizá no se trate de una casualidad sino del actuar en la lógica de los años; veintitrés al servicio del Ministerio no era una cifra desdeñable.
Y así se fue Acosta, caminando con la tranquilidad de todos los días y previendo una doble ración de los panecillos de almendras con glaseado. Aquel día, aunque especial, no podía ser distinto. No quiso avisar a su mujer (y menos a los hijos) porque con esta, habrían sido siete las ocasiones en que sus jefes superiores le prometían el ascenso y en el último momento venían las disculpas: que lo suyo no podía ser, que había llegado una recomendación del ministro y usted perdone. Será para la otra.
Pero Acosta, el viernes anterior, ya había contemplado su nombramiento, estaba firmado sobre un fino papel de lino y cuando al otro día (el sábado) fue a “vaciar” sus archiveros, también observó que en su futura oficina se hacían los cambios necesarios. El antiguo jefe salía con un cuadro muy bien embalado y cuando pasó a un lado del que fuera su “inspector” estrella se limitó a musitar un: “Que tengas suerte, Acosta”. Fue todo, los signos o los astros, o las cartas o lo que fuera… estaba seguro de su nuevo puesto y claro, no le disgustaba pensar en las posibles canonjías, esos privilegios de tener un baño privado, un lugar establecido en el estacionamiento del ministerio, línea directa en el teléfono de su escritorio y una computadora lap-top. Claro, eran veintitrés años y se lo merecía. Algunos llegan a los treinta años de servicio, reciben un diploma, su primer sueldo como jubilados y una patada en el mismísimo culo. Otros envejecen y se niegan a retirarse, la situación de aquellos era más penosa. Pero qué se le iba a hacer.
Acosta recibió su nombramiento y mató el tiempo de su primer día entreteniéndose con firmar la autorización de algunas supervisiones y eso fue todo. Regresó a su casa más temprano que de costumbre, dispuesto a compartir la alegría con Maru, su abnegada mujercita y sus dos hijos. Cuando estaba a unas cuadras para llegar pensó en detener el auto en algún establecimiento de comida rápida y comprar generosas porciones de pollo frito o hamburguesas. Pero desistió. No, una cena en un restaurante de categoría, total, sangrar la tarjeta de crédito ya no iba a ser ningún imposible.
Abrió la puerta y se encontró un recado en el vestíbulo. “Los muchachos salieron al cine. Yo ceno con mi madre. Cena en el refri. Besitos”. Bueno, nadie planea ni decide el tiempo de los demás. Por eso Acosta no rumió su mala suerte, abrió una cerveza y fue hasta la sala. ¿Hacía cuánto tiempo no se sentaba en uno de los sillones de la sala de su propia casa? Meses, o quizás un año. ¿Ya habían terminado de pagarla? Caminó hasta la chimenea para ver las fotografías que estaban dispuestas en la base del traga humo. Allí estaban algunas baratijas que recordaban breves viajes, dos o tres recuerdos de familia. ¿Quiénes eran los chicos que estaban retratados junto a sus hijos? No los conocía, ¿y las mujeres que junto con Maru posaban en un restaurante? Acosta sabía que las cosas iban a cambiar. Salió y enfiló su auto sobre la avenida de Tlalpan, quería visitar el centro histórico y recordar sus caminatas juveniles, del café La Blanca hasta la plaza Garibaldi; unas tostadas de pata en alguna lonchería, un elote hervido a la salida del metro Hidalgo, frente al palacio de Bellas Artes. Pero ¿qué diablos? Hacía tiempo que no tenía motivos para ir al centro, donde se embobaban los turistas y los carteristas hacían lo suyo. Se sintió tan solo, tan vacío… Viró su auto para extraviarse en una calle, la que fuera. Si él hubiese continuado como simple empleado, no habría tenido la oportunidad de salir temprano, quizá Maru le hubiese calentado la cena y dormirían tranquilos.