“... los alimentos parecen y son amargos al enfermo, y que son y parecen
agradables al hombre sano. No debe concluirse aquí que el uno es más sabio que el otro...”
Platón —Diálogos. Teetetes—
En realidad, yo habría leído más si la profesora que me encargó el primer libro lo hubiese ordenado de otra forma. Pero de pronto, encontrarse frente a un rostro agrio y colérico, infunde miedo hasta a los más valientes. “Entonces aquello de la lectura es como para gente seria y grande” piensa uno y ya nadie lo detiene de tales reflexiones.
Es verdad que la crisis lectora en México es harta. Pero quizá venga el primer desgarre, pues no se lee a Rulfo, Cortázar, Vallejo, Fuentes, Neruda, Kafka, Huxley, Huidobro, Leñero y decenas y cientos, y quizá miles de nombres rimbombantes que se humedecen en las estanterías o salen a flote cuando la profesora exige el análisis de fulano o mengano para el lunes próximo. ¿Son tan malos los tipos? No, la maldad existe, si es que se deben buscar ogros, en la desventura de un pésimo instructor de Español o en el mal humor de ciertos bibliotecarios.
No obstante, con los años, el ejercicio de la soledad nos obliga a acercarnos a esos ladrillos llamados libros. Y aquí vendría a bien aclarar que si empleo el término “ladrillo” no es con un sentido despectivo; al contrario, es con la intención de afirmar que uno de esos tantos ladrillos que se tienen, por obligación, que agenciarse durante la vida son los libros.
Alguna vez leí una suerte de epitafio que decía Los libros hacen libres a los hombres, y la primera sensación que se percibe es la de libertad. Sí, galopar, por ejemplo, a través de llanura siberiana, cuando se lee a Pushkin, debe traernos más libertad que desasosiego. Aunque beberse a Sartre nos traiga más inquietud que tranquilidad, en algún escondrijo vive la frescura de saberse sin ataduras. Pero como esto no es un escrito para decidir si somos libres o no me centraré a un problema trillado: ¿Por qué no se lee? y ¿por qué, menos, se escribe?
Creo que leemos y no sólo el letrero de autobús o los anuncios publicitarios. No me podrán negar que la expresión más viva de una población es aquella que se divisa a través de los mensajes en sus bardas. Vaya, aunque nos recetemos que haya que votar por la legión de gobernantes pillos, untarse la crema milagrosa o comprar la chispa de la vida, siempre existe algo que leer.
El pueblo lee y escribe: claro. Acaso me negarán la famosísima frase, inmortalizada en las puertas de casi todos los baños escolares: Puto yo o Puto el que lo lea. Qué horror, saldrán serpientes y caracoles de la boca, mas advirtamos que estos lindos epitafios son escritos por angelitos que ven lo mismo escribir: La mamá de Jacinta, que La mama de Jacinta. Pero finalmente son los esbozos de un artista, de alguien que tuvo la necesidad de anotar aquello que su soledad le dictaba.
Acaso Benedetti se refiere a tales momentos cuando afirma: “Es común que el artista, tras un descubrimiento que ha efectuado a solas, quisiera de inmediato comunicarlo, así sea oralmente. No importa a cuántos. A alguien. En ese instante no piensa que puedan quitarle un tema, copiarle un desarrollo. El arte es generoso, pródigo, dador y la verdad es que el secreto del escritor, sólo adquiere un sentido cuando se hace público”.Pero quizá este descubrimiento de una verdad se trunca y aquel ejercicio no pasa de la puerta del inodoro. La cuestión es observar que tanto el escritor como el lector se quedan ahí, en la clandestinidad y en la risita burlona que provoca el mensaje. Y vendría a buenos términos referirse al los ambientes que, a fin de cuentas son los determinantes en la educación de todos los individuos.