La escritura tiene la posibilidad de mostrarnos tantas caras como letras seamos capaces de agrupar. Y ante ello debo explicar que no creo en las devociones sino en las vocaciones de mostrarle al otro, a quien lee, un fragmento de humanidad detenida, perpetuada, en las grafías. He recalcado hasta el cansancio (quizá con una pretensión ingenua, romántica, más poética que real) que la letra impresa, cuando se lee, abandona su condición testamentaria para transfigurarse en palabra, un ente vivo que indudablemente necesita de la existencia del otro. “Otredad” que como una plaga divina va esparciendo el verdadero significado de la vida.
Nadie muere siempre que se cumpla un requisito, que le recuerden. Aunque para el historiador jesuita Michel de Certeau: “la defensa del muerto es la reivindicación del vivo”. Es decir, que la justificación de la conciencia histórica le corresponde a quien la ejerce, aunque el nombre de los ausentes se empleé con la finalidad de justificar proyectos muy particulares. En otras palabras, cometemos fechorías amparados en el derecho que tenemos de emplear mitos. Los gobernantes nacionales y los caciques regionales que nos creen imbéciles, no se cansarán jamás de echar mano de aquellos, nos dirán, “que nos dieron patria y libertad”. Si esta acción no se trata de una fechoría, el presente escrito es un soneto.
Pero dejemos por hoy por la política y caminemos sobre un territorio más afable, como es la poesía. ¿Imaginas que sería de Piedra de sol —una magnífica composición de Octavio Paz— si carece de lectores atentos? Es como si un romántico del siglo XX mexicano pasara de frente por Los amorosos de Sabines y un melancólico hiciera de menos la “redonda soledad” en la que Guadalupe Amor solía convivir, entre nubes de alcohol, con sus propios fantasmas. Y saliéndonos del mapa literario nacional, pensemos en una Lisboa sin Fernando Pessoa y sus veintitrés heterónimos. Aquella sería una ciudad sin la fantasmagoría que tan bien han sabido aprovechar Tabucchi. José Saramago y Antonio Muñoz Molina, por mencionar algunos. Lisboa tendría que existir, sin duda, pero carente del halo que le ha conferido el patrimonio de la imaginación: la literatura, la ficción empleada con toda la estética que permite el lenguaje.
¿No es preferible quedarnos, a veces, con el México refundado por la visión de Carlos Fuentes? ¿Y qué me dices del Montevideo de Mario Benedetti? ¿Con el París que legó Víctor Hugo? ¿Con la Praga de los dos “k”, Kafka y Kundera?
Con todo esto quiero referirme, querida Clarice, a que el genio humano principia cuando la realidad ya no puede sorprendernos. Hay un verso exquisito de Sylvia Plath: “…en todo cisne hay una serpiente”. Así, nuestra condición, como lectores desbocados y escritores a cuenta gotas, es aprender a reconocer los signos de majestuosa humanidad.
Antes de escribir esto, revisaba los cotejos de un pequeño ensayo que me publicaron sobre la brasileña Clarice Lispector, y al leer la frase con que subtitulé al texto: “como alguien a quien le impiden tener su propia desgracia”, recordé que se trataba de un subrayado personal a uno de sus cuentos. Ver la ilustración que emplearon los editores me impresionó. De pie, junto a un hombre de tez morena, de bigote abundante y caído, allí estaba Lispector, captada un año antes de morir, cuando asistió a un congreso sobre brujería… no era bruja, pero en su lucha contra el cáncer buscó una solución hasta por debajo de las piedras. Cualquier ilusión era válida. La vida nos reserva tantos derroteros. Por el momento, sigamos leyendo y de vez en cuando, por supuesto, maculemos la página en blanco. Desde la tarde lluviosa.