Las vacaciones que los estudiantes tienen cada verano acaso son las más ansiadas pero, también para algunos, las más desesperadas. Para aquellos que presumiblemente supieron aprovechar al oportunidad del estudio (quiere decir que al menos cumplieron con las obligaciones marcadas por los profesores) son días de desvelarse mucho y levantarse tarde. Para quienes hicieron de la vida una fiesta no hay otro remedio que preparar los exámenes extraordinarios con la confianza de que el aplicador de la prueba asista con pesadumbre, pregunte dos o tres cosas sencillas y lograr el seis, ya no con orgullo sino con la tranquilidad de ver un curso aprobado.
Y precisamente el agosto de muchos profesores se ve en la bonanza cuando imparten los odiosos cursos “particulares”. ¿De qué? pues de matemáticas, física, inglés y aquellos esperpentos que a todos nos hacen sudar frío. No sé de algún profesionista de las humanidades que haya logrado juntar sus centavos como para largarse a las playas del Caribe gracias a que los alumnos reprueben sus materias.
Al finalizar la década de los ochenta recuerdo que en la secundaria hacíamos turno para inscribirnos en los “cursos” rápidos que aseguraban al menos un pulcro siete en el extraordinario de matemáticas. Lo impartía el mismo profesor que durante un año nos había acribillado con ecuaciones y fórmulas y como por arte de magia (o presión familiar) en quince aprendíamos lo que no habíamos sido capaces de asimilar en un curso normal. Para el bachillerato las cosas eran distintas. No sé si éramos más cínicos o las cuestiones educativas ya comenzaban a holgarse; al grado que el día de la prueba final, parecía el aniversario del mentor. Cuán largos eran los pasillos del colegio, así desfilábamos con regalos bajo el brazo —al contrario del “Caminito de la escuela”, de Cri-cri nosotros no llevábamos libros sino camisas Manchester, pantalones Sansabet, botellas del güisqui Chivas y otros artículos que nos permitirían acreditar el curso.
Aquello se terminó cuando el desangelado profesor de matemáticas —era el que menos cuidaba el flujo de obsequios bajo el agua— pidió al hijo de un líder sindical, nada menos que un juego de rines, porque los de su coche ya no le gustaban. Si lo hubiera solicitado a un corrillo de hijos de vecino, quizá no hubiésemos dudado en cooperarnos. La noticia llegó hasta oídos de las autoridades y aquel hombre fue inhabilitado. El caso provocó la indignación del resto de los profesores y claro, nuestra resignación, en adelante ya no nos quedaría más que estudiar.
Otro profesor era menos desvergonzado y solía vendernos las hojas en que escribiríamos las respuestas del examen. Sí, hojas de papel revolución de tamaño oficio, porque nos entregaba otra, de papel bond, donde estaban las preguntas, pero no podíamos tachar aquellas, porque era “material didáctico que sus otros compañeros pueden aprovechar”. Creo que cada hoja para responder nos costaba alrededor de cinco pesos, en aquellos años de 1992. Con el de las hojitas nunca pude levantar arriba de un ocho. Cuando a los años me lo encontré en un café del centro vi que estaba calificando —lo deduje por los legajos de papel revolución— me le acerqué a saludarlo y al fin, ya no me daba clases, le pregunté cuál era su método. “Sencillo, Piña, si escribe mucho, es que estudió mucho”. ¿No lee usted? Le pregunté sorprendido. “Para qué, cada año es lo mismo” dijo y sorbió el líquido de su taza. (De haberlo sabido le escribía un cuento; me dije). El sistema educativo nacional, en el papel, es uno. Pero en la práctica sucede que cada quien lleva agua a su molino. Mientras alumnos y profesores quieran descansar y observen a la escuela como un lugar donde unos se pasan las horas, y los otros la vida, pues la rueda sigue girando.