lunes, septiembre 05, 2005

Nombrar fantasmas


Tendrá unas semanas en que me embarqué con la Baricco, vía Internet, en una discusión que nos llevó a divagar sobre el nombre de los personajes. Bueno, esto se apresura demasiado. Hablábamos sobre literatura y aterrizábamos algunas ideas sobre la teoría y composición de la novela y nos sorprendíamos al constatar que Ana Karenina no tiene otro rostro que el de Ana Karenina. Suena muy bizarro, ¿verdad? Pero si en la realidad, al héroe patrio que promulgó las Leyes de Reforma no le encontramos otro nombre que Benito o al que se echó el grito de Dolores no lo podemos concebir de otra forma que como Miguel Hidalgo y Costilla; un personaje ficticio nos resume, creo, una historia con su nombre.
Ella preguntaba sobre mi método para bautizar a los fantasmas que van surgiendo en la mesa de trabajo. En mi caso son muy azarosos. Brota la idea que abarca una situación concreta, misma que irá perfilando al personaje. Nunca he logrado prever rostros, acaso primero se trata de siluetas que se enfrascan en una acción (al principio fue el verbo y el verbo se hizo carne); después vienen los bocetos de situaciones hasta redondear una anécdota, una historia que crecerá de acuerdo con la fuerza de su primera carga. Milán Kundera le llama “imagen poética” y Sergio Pitol la prefiere más elegante: “ars poética”.
Una vez que el boceto empieza a cobrar forma necesito salir a la calle para buscar el físico. No siempre uno describe físicamente al personaje; vuelvo al “apuntador”, esto es como decía Hemingway, que toda historia semeja un iceberg, pues sólo vemos el diez por ciento y el resto está debajo de la superficie. Aunque mis caminatas ya tienen su parte de prejuicio; pues ya consulté mi diccionario de nombres: un ajado Misal Romano que incluye el santoral del año. Si un personaje femenino nace un día tal que corresponde a una mártir o a una virgen —no entiendo cómo había mujeres que morían en la condición de vírgenes y mártires, doble suplicio— algo trae en su destino literario y debe parecérsele a alguien.
A veces resulta que una Pilar, Susana, Martina, Camila, Lucrecia, Ofelia o Andrea están esperando el transporte urbano, o hacen fila en el banco. María de los Ángeles, la protagonista de uno de los cuentos del próximo libro (por publicarse, no por escribirse) encontró la forma cuando un frío domingo de enero de 1998 una chica entregaba un libro en la sección de préstamos de la biblioteca pública. De ella tiene cara mi Gelita que se pasa los días fabricando hechizos de amor y componiendo cartas astrales; pensé y el dato y una breve descripción quedaron anotados en mi cuaderno de trabajo.
Por supuesto, es una tarea complicada. Las benditas licencias de la creación permiten alterar cualquier realidad. Y de allí viene una prueba de fuego... platico con uno o dos amigos para contarles algún chisme relacionado con tal o cual personaje. Ellos, por supuesto, no saben que ando sobre territorio imaginado y a la mentira piadosa se le añaden detalles. Sólo resultan dos opciones: a veces me lo creen y piden más; otras, a mitad del relato comienzan a reír y me echan en cara, “Eso te lo estás inventando, farsante”. Pero si el embuste funciona significa que la ficción es creíble.
Llega el día en que por fin, la historia (cobijada a la sombra de relato, cuento o novela) ya no soporta una línea de más o de menos. Es momento de imprimir la versión definitiva para que esta crezca, ahora, entre los posibles lectores. Invariablemente sucede que me visitan las peores depresiones; esas historias ya no son mías. Aquellos seres imaginados están a merced de un largo proceso antes de convertirse en libro; si libran el tedio del editor entonces van a transitar por comités de lectura, por la burocracia en Derechos de Autor, por correctores, diseñadores, prensistas y sus delicados nombres, ay, comienzan a figurar en faxes, correos electrónicos y otras maledicencias. Es como si papá y mamá asisten a la iniciación viciosa de cada uno de sus hijos.
Cuando en el 2001 me decidí a entregar por fin los relatos de mi libro Coincidencias y naufragios, una amiga cercana se enteró de mi tristeza. “No chingues, mi estimado” dijo muy seria, “no te quiero ver el día que tengas hijos y se te case uno”. Cierto, pero cuando el editor recibió el paquete yo sabía que en sus manos se llevaba algunos años de noches en vela. Y como dice mi madre: duele más el cuero que la camisa.