Concluía un recital de piano cuando al encenderse las luces del auditorio atisbé, cómodamente instalada en la primera fila, a una habitual colaboradora de la sección de cultura. Tras los saludos de cortesía vinieron los intercambios de opinión y las correspondientes presentaciones entre quienes nos acompañaban. Fue sorprendente, pues de las seis personas que formábamos el corrillo, cinco escribimos para la misma casa editorial, en la misma sección y suplemento y sólo dos nos conocíamos en persona. La sala se fue quedando vacía y nosotros reíamos por la coincidencia. La colaboradora más reciente hará unas ocho publicaciones que la conozco y a mi amiga, unos dos años.
El vestíbulo del museo donde se ofreció el recital sirvió de colofón al encuentro. La nueva chica, al principio, se me quedó mirando con rostro de: “Este es el que me corta los artículos que le envío” y Rómulo Pardo, un joven que comienza a incursionar en la literatura, me veía con cara de: “Tras correos electrónicos y llamadas telefónicas por fin hablamos de frente”. Y no significa que la labor como editor obligue a permanecer en una caverna o la de escritor o articulista deba aislarnos del entorno. Pero como las batallas de papel y los medios que tenemos a mano ahorran distancias, también las propician.
Secciones como las de cultura y suplementos de domingo se nutren gracias a la colaboración desinteresada de los creadores... sobre todo de jóvenes a quienes les precisa verse incluidos —hace muchos años yo también andaba en las mismas— porque impera la necesidad de ir haciendo nombre o cartel. La antesala de los primeros libros siempre, por fortuna, serán los periódicos, semanarios y revistas que aceptan editar materiales que difícilmente serían lucrativos. Pero aún existen esos aparentes lujos que no todas las empresas informativas comprenden que valen la pena sostener; pues si el Estado no fomenta la cultura escrita, que es su obligación, la iniciativa privada se quiebra la cabeza siempre que se le proponga una edición de este tipo.
Quienes nos dedicamos a esto sostenemos una doble gratitud. Primero a las empresas que permiten los espacios y luego a las decenas de colaboradores que se toman el tiempo para escribir y reflexionar, para enviarlo vía Internet y para sostenerse, meses o años, sin recibir un centavo a cambio. Si tuviésemos que responder a la pregunta ¿de qué viven los que escriben? no sería extraño respondernos que de milagro. México es uno de los muchos países que cuentan con sus clase artística, académica e intelectual, trabajando el doble o el triple; pero una fuerza que divide su tiempo. Es decir, la mayoría de los creadores optan por encontrar un trabajo muy distinto a su quehacer con tal de ganar un sustento que les permita invertir las noches para continuar el arriesgado tránsito que supone la creación.
Ariel Dorfman esgrimía que en Latinoamérica el pensamiento no es propiciado como una actividad rentable por parte de los Estados. Si a una sociedad se le acostumbra a aceptar su suerte entonces no tiene caso cuestionar nada, es mejor el “poco, aunque seguro”. Por eso también pululan las imágenes que se nos brindan sobre el lector, como alguien que no tiene nada qué hacer o que abre un libro para matar el tiempo. Esto conduce a mantener una sociedad apática siempre que se piensa en la producción y divulgación del conocimiento. Un eterno dilema, si no hay quien cuestione o señale ¿para quién demonios escribimos? Los amigos o las personas con intereses similares, se encontrarán, tarde o temprano.
El vestíbulo del museo donde se ofreció el recital sirvió de colofón al encuentro. La nueva chica, al principio, se me quedó mirando con rostro de: “Este es el que me corta los artículos que le envío” y Rómulo Pardo, un joven que comienza a incursionar en la literatura, me veía con cara de: “Tras correos electrónicos y llamadas telefónicas por fin hablamos de frente”. Y no significa que la labor como editor obligue a permanecer en una caverna o la de escritor o articulista deba aislarnos del entorno. Pero como las batallas de papel y los medios que tenemos a mano ahorran distancias, también las propician.
Secciones como las de cultura y suplementos de domingo se nutren gracias a la colaboración desinteresada de los creadores... sobre todo de jóvenes a quienes les precisa verse incluidos —hace muchos años yo también andaba en las mismas— porque impera la necesidad de ir haciendo nombre o cartel. La antesala de los primeros libros siempre, por fortuna, serán los periódicos, semanarios y revistas que aceptan editar materiales que difícilmente serían lucrativos. Pero aún existen esos aparentes lujos que no todas las empresas informativas comprenden que valen la pena sostener; pues si el Estado no fomenta la cultura escrita, que es su obligación, la iniciativa privada se quiebra la cabeza siempre que se le proponga una edición de este tipo.
Quienes nos dedicamos a esto sostenemos una doble gratitud. Primero a las empresas que permiten los espacios y luego a las decenas de colaboradores que se toman el tiempo para escribir y reflexionar, para enviarlo vía Internet y para sostenerse, meses o años, sin recibir un centavo a cambio. Si tuviésemos que responder a la pregunta ¿de qué viven los que escriben? no sería extraño respondernos que de milagro. México es uno de los muchos países que cuentan con sus clase artística, académica e intelectual, trabajando el doble o el triple; pero una fuerza que divide su tiempo. Es decir, la mayoría de los creadores optan por encontrar un trabajo muy distinto a su quehacer con tal de ganar un sustento que les permita invertir las noches para continuar el arriesgado tránsito que supone la creación.
Ariel Dorfman esgrimía que en Latinoamérica el pensamiento no es propiciado como una actividad rentable por parte de los Estados. Si a una sociedad se le acostumbra a aceptar su suerte entonces no tiene caso cuestionar nada, es mejor el “poco, aunque seguro”. Por eso también pululan las imágenes que se nos brindan sobre el lector, como alguien que no tiene nada qué hacer o que abre un libro para matar el tiempo. Esto conduce a mantener una sociedad apática siempre que se piensa en la producción y divulgación del conocimiento. Un eterno dilema, si no hay quien cuestione o señale ¿para quién demonios escribimos? Los amigos o las personas con intereses similares, se encontrarán, tarde o temprano.
Pero afortunadamente siempre habrá necios, obstinados y sobre papel de fibra de lino o revolución, las ideas se plasman y si se llegan a leer, se propagan. Y si las palabras no han servido para hacernos mejores, entonces cada vez entiendo menos.