miércoles, enero 04, 2006
Editores en entredicho
Que se sepa, publicar los primeros libros cuesta los ahorros de medio año, por título, la siempre inagotable búsqueda de una imprenta cuyo dueño no pretenda hacer negocio y el buen corazón de un editor capaz de gestionar todos los recovecos burocráticos, administrativos y de diseño editorial. Cuando se mira desde esa perspectiva hay que añadir que precisamente allí comienza el calvario del libro; porque si el autor ya se pasó un tiempo más que razonable para escribirlo, tacharlo, pagar por una “curación” gramatical y sintáctica —y como he estado en los dos fuegos la experiencia me ha demostrado que nadie termina contento— lo mejor está por verse: distribución (el primer flagelo) y venta, la muerte súbita.
A veces la práctica de la literatura es como la política: un terreno escabroso donde hay que estar rematadamente loco para meterse en ello. Hay quien lo mira con humor y hace circular el chiste tan repetido entre los escritores. Uno se encuentra a un conocido al que hacía mucho tiempo no se saludaba, tras acordar ir a tomar un café, el extraviado le dice al escritor, no sin cierta vergüenza: “Leí tu libro y me gustó”. Lo que sigue es la felicidad del autor: “Amigo, fuiste tú el que compró el ejemplar”. Y aunque son de esos pésimos chascarrillos de los que uno preferiría olvidarse, lo recordé hace unas horas, mientras leía la primera parte de la novela Soldados de Salamina, de Javier Cercas y esperaba la bondad de un mesero a quien yo confiaba no se había olvidado de la taza de expreso cortado. Cercas reproduce la anécdota con el visible desparpajo de quien acude a un sitio común.
Pues al fin llegó, a la hora acordada, otro loco a quien ya le dio por liarse como escritor. Nos conocíamos sólo a través de nuestras columnas periodísticas y por el servicio de mensajería instantánea. Pero como el asunto no iba para romance, pues fuimos muy escuetos en las señas mínimas que nos identificarían: “Yo tendré desplegado sobre la mesa el ejemplar de Milenio-El Portal”. Fue tarea sencilla, a las cinco de la tarde —como para no olvidar el poema elegiaco de Lorca— sería muy raro que en un café medio empingorotado alguien esté leyendo noticias que se supone están a punto de perder toda novedad, si es que alguna les queda.
La charla transcurrió en dos tiempos: el primero, él lo dedicó a comentarme las penurias por las que atraviesa la edición de su primer libro. Nos dimos nombres de personas claves en algunas editoriales pequeñas, pero el acuerdo fue entrever que si perseguíamos una publicación gratuita, es decir, una que le agradeciéramos a alguna institución pública, la cosa estaba por verse en unos tres años, si es que la obra tenía un mínimo de suerte. Lo mejor era romper el cochinito y contar los centavos. ¿De qué se trata su libro? Pues según me comenta es un texto de divulgación del conocimiento histórico regional. Lamentablemente, como no habla intimidades de alguno de los ya casi candidatos a la presidencia de la república, como no le sabe “vida cochina” a los dirigentes de ningún partido, lo suyo puede esperar. Total, ¿quién le manda a analizar sucesos tan remotos como la formación de una ideología política en el siglo XIX?
Eso de llevar un libro inédito bajo el brazo sólo es recomendable para quien ya tiene la paciencia de saber aguardar. Pero ya después entramos en materia, a partir de uno o dos números iniciarán sus colaboraciones en el suplemento Laberinto Veracruz, que se edita cada domingo en las páginas de este periódico. Y yo pensé que este muchacho había comprendido la lección y que su propuesta se iba a tratar de narraciones sádicas con chispitas de actualidad. Ustedes saben, argumentos como que una teibolera es en realidad la esposa del embajador de Tumbuctú y tras negar una línea de cocaína al necio de su posible cliente es asesinada por el chofer de éste, quien resulta hijo del hermanito bastardo del presidente; eso gusta, se vende tan rápido y se olvida (lo mejor) en un dos por tres. Pues nada, su rostro se iluminó cuando de una carpetilla de papel extrajo dos hojas donde incluía un listado de cincuenta nombres de pensadores que han ayudado a configurar o a desmadrar el acontecer del siglo XX.
Serán textos de divulgación, creo yo que colindantes a las ediciones francesas de los famosos cuadernillos titulados: ¿Quién es?, aunque claro está, es la aproximación que les estoy confiriendo. Nos despedimos tras agradecer la bondad del mesero que tardó en llevarnos la cuenta. A la salida nos estrechamos las manos y le agradecí subirse a la nave de los locos; pues hay que estar rematado para escribir eso y desquiciado para editarlo. “Imprimatur” era la palabra latina que empleaba la censura eclesiástica cuando aceptaba una publicación.