martes, enero 03, 2006

A donde varan las sirenas


Dicen que las verdaderas sirenas son los manatíes y lobos marinos; pero que durante su viaje hacia la América, el navegante Crisóforo Columbus las pudo observar; que demasiados siglos atrás Ulises —de quien nos habla Homero— pidió ser atado al mástil de nave para no sucumbir al canto que enloquecía a los mortales. Dicen también que en las ferias europeas del siglo XIX se exhibían pieles de sirenas, pero en realidad se trataba de un artilugio japonés que empataba, con un zurcido casi invisible, la piel de un pez y la de un mono… en la Francia medieval las familias distinguidas mandaban a que en sus árboles genealógicos incluyeran a Melusina, la sirena quien fuera esposa del conde de Poitiers.
¿Y qué hay de pésimo en soñar? El imaginario de los hombres va a la par con sus realidades más crueles, la belleza capaz de conmovernos también está emparentada con el factor de sorpresa que desencaja la quijada. Una mujer hermosa, de cabellos húmedos a perpetuidad, que tiene una lira entre las manos y los senos al descubierto, que ha enamorado al héroe con su precioso canto, no puede corresponderle… duele el corazón de los amantes imposibles porque ella no puede seguirlo, no tiene piernas, es una sirena. Sólo muy de vez en cuando y por las noches ella cobrará apariencia humana y podrá asistir a las fiestas. Pero si decide abandonar su condición fantástica, la soledad de las profundidades oceánicas, entonces se transfigurará en espuma marina. ¿Para qué vivir una existencia que ya ha enfermado la pasión?
Pero la serie pictórica Valle de sirenas, de la artista veracruzana Gabriela Peralta no relata el dolor por el amor, la tragedia común que envuelve la vida de estos seres. Los colores cálidos contrastan con la sabida frialdad de los fondos marinos. Las pieles de sus sirenas varadas en el papel distan ser verdosas, escurridizas al tacto imaginario. Ellas corresponden a una versión tropical, a cromatismos más propios de un lugar ideal donde la feminidad no reserva el paso a los hombres… lo de Peralta es una recurrencia onírica, una metáfora que alude a una soledad tranquila, aceptada. Ninguno de sus personajes asoma, ni por descuido, a la superficie, son noche y mañana entre “bosques” de algas y corales, entre las caracolas de un presente confinado al agua.
El pincel de esta artista ha estampado en todas las sirenas un rostro que le pertenece sólo a ella. Gabriela Peralta transgredió los momentos estáticos que puede suponer una pintura y los dotó, con el movimiento que suponen las transparencias acuáticas, de una sensualidad que no esconde, sino que realza a las figuras gracias a técnicas de color.
Ese Valle de sirenas es su creadora multiplicada en los instantes de mujer fantástica: atractiva y misteriosa. Atractiva porque en el juego de caderas y manos se disfraza una invitación a la ternura, al cachondeo, a la misma lascivia… pasiones amatorias en todas sus fases. Son misteriosas porque la mirada del espectador se encuentra enseguida con la prohibición: “no soy una mujer, mírame Ulises, te deleitaré con mi canto pero jamás estaré a tu lado”, parece decir cada una de las habitantes de este Valle.
Los rostros de las sirenas de Peralta tienen la expresión de una pasividad que llega cuando se extinguen las pasiones. No hay sufrimiento, sus bocas dibujan la intención de un canto parecido a los arrullos, a una cantata de Bach o a una canción de cuna que se entona con la clarísima intención de apaciguar. Pero están las colas multicolores, de escamas que parecen una cascada de peces, una dualidad o choque de contrarios: invitación y rechazo.
Sondear en la serie Valle de sirenas no es adentrarse en las hondonadas marinas, es, mejor dicho: dejarse atrapar por un sueño que a pesar de sus fantasmagorías nos remite a la capacidad de inventar un mundo donde sólo el espíritu tiene oportunidad de confirmar su existencia.