lunes, enero 02, 2006

Buenos propósitos


Al grupo de los cuatro fantásticos:
Carla, Pompeyo, Tino y César.

El primer día del nuevo año nos descubrió una aurora que nos regalaba una inmejorable vista de la parte alta de la ciudad xalapeña y aunque estábamos entre las montañas, entre cirros y cúmulos, casi podíamos imaginarnos el mar para cantar el tango: “Ya ves/ el día no amanece/ Polaco Goyeneche/ cántame un tango más”. Una nochevieja familiar pero con la sabida continuación de la charla mojada entre las risas de tener un maltrecho sacacorchos —que continuó con caldos riojanos y terminó en cerveza y a la hora de las urgencias con aguardiente de caña mezclada con horchata—, de vivir en un país tan lleno de contradicciones aunque prometedor, de llenarnos los oídos con versos de Facundo Cabral y Bob Dylan, del síncope jazzístico de Sarah Vaughnam y la siempre trasnochada y aguardentosa voz de Joaquín Sabina.
Juntándonos para recordar que a este país lleno de mierda política también lo constituimos los ciudadanos de a pie, que bailamos, que nos extraviamos entre los abrazos, las lágrimas y los mejores deseos. Que un acto de la palabra nos hizo sosegarnos para discutir sobre el panorama que guardará el idioma español y luego, con alquitrán en la voz, jurarnos una amistad valedera. Y si estas fueron mentiras también recordamos que a principios del Renacimiento los hombres de ciencia dijeron que el cielo no era azul, pero que la poesía iba a cerrar un ojo para seguir narrando la permanente condición de los mitos.
Nos asombramos de todos los libros que están por leerse, la eterna disgresión de decantarse por los clásicos o los contemporáneos, de preferir un soneto de Quevedo a uno de esa anciana maravillosa llamada Guadalupe Amor y su “casa redonda”. Aprendices de las Humanidades no hacíamos otra cosa que citar lecturas y desterrar de nuestras lenguas cuestiones tan absurdas como el fútbol o los artitas de moda. Una madrugada y su amanecer, cualquiera, con amigos que comparten ímpetus, son de las cosas que se guardan de por vida.
Y dicen los que siguen las tradiciones que de acuerdo a la forma en que se inicie un año será la definición de los siguientes trescientos sesenta y cuatro días. En nuestro caso lo comenzamos con la eternidad de la palabra, porque aunque la cultivamos en los minutos que le robamos a la redacción de nuestra casa editorial, esa noche nos reunimos sólo por y para eso, por el placer de estar juntos para reírnos de las tonterías que hicimos, de lo que debemos escribir, de los reportajes que alguna vez firmaremos, de los poemas con que nos gustaría desterrar a Pablo Neruda de la república de las letras, de concluir las novelas que tenemos a medias, de concursar en los certámenes literarios.
Puede que esto resulte aburrido, pero aquella noche intramuros, la ciudad existía con la algarabía de siempre y en nuestras bocas se confirmaba que los escritores y periodistas defendemos a ultranza que en cada uno de nosotros vive un Principito. Y que a veces no es tan enfadoso permitir que un amigo vea la flor de nuestro pequeño planeta. Y si el amor va disfrazado de pastora, cuando la aurora recorre el velo del día, como dice una canción del siglo XV, será para todo el bien.
Feliz año.