viernes, diciembre 30, 2005

Brindar con Emiliano


Nadie en el barrio sabe con exactitud su edad, pero se rumora que andará por los noventa, según él mismo jura y ni caso tendría dudarlo porque constata su longevidad con cientos de anécdotas de las que no queda más que creerle. Tiene como armas memoria y palabra, refranes y dichos, groserías y palabrotas de todas sus épocas vividas. En pocas o muchas letras, Emiliano es un hombre del siglo anterior, depositario de las viejas historias de sus abuelos y padres y la suya.
Aún tiene impregnado claramente el día en que muriera Flavia, la esposa que “por más cortes al guayabo no pudo darme hijos”. Y el en el barrio, los no tan jóvenes también se recuerdan de la señora, porque una de sus peculiaridades era rezarle a todos los muertos de la cuadra, desde los rosarios simples hasta los complicados rituales de novenario o cabo de año.
—Yo le dije en esa madrugada: no vayas, que se busquen a otra porque como te que oigo enferma de los bronquios, óyete nada más la carraspera; pero era parte de su orgullo decir que ella tenía que rezar y se largó despuecito me sirvió leche, pan y café... todavía le dije que se trajera unos tamalitos...
—Ya entrada la noche me la trajeron muy mala— dice al todo quien le desee escuchar esa parte de sus penurias. —¿Y cuál doctor, si uno la pasa al día? Ahí mero en aquella mecedora se quedó la pobre, con los ojos de almendrita mirando al techo, tiesa y con el rosario en la mano. La enterramos al otro día y lo que está de Dios, a ella no hubo quien le rezara.
Según las cuentas de Emiliano, la muerte de Flavia sucedería por el año setenta y ocho. A él se le quedó el tiempo de sobra porque sus actividades eran con ella, desde comprar chiles y tomates en el mercado sabatino hasta la venta de periódicos de cada mañana. Pero la vida tendría una razón para continuar: suplir a la rezandera oficial y cumplir, cada día treinta y uno de diciembre, el brindis con los compadres, padrinos del Niño Jesús de madera. Y lo fue casi del todo...
Lo de quien rezara no viene a cuento y sólo puedo añadir que por más intentos de Emiliano nadie contrató jamás sus servicios. Mas los compadres le prometieron que a pesar de la ausencia de Flavita ellos continuarían cenando con él y apadrinándole al Niño Jesús, cada veinticuatro. Incluso, en aquel año setenta y ocho, la promesa fue buscarle al compa un trabajo con el que pudiera irla sobrellevando. Y fue tanto que para el enero próximo le vistieron a la figura de médico, de Niño Doctor para que lo ayudara a hacer las curaciones.
Y el caso es como sigue: se difundió un rumor de que Emiliano había sido el heredero de la santidad de Flavia, de sus santas manos que durante décadas repasaron las cuentas del rosario.
—Y verdad les digo— juraba el compadre: —cuando llevamos a vestir al Niño Dios, pues nosotros dijimos que le pusieran ropita del Sagrado Corazón; pero ya estaría, porque ninguna batita le quedaba más que el uniforme del Niño Doctor. Y miren que con su bendición él ayudará al compadre para las sanaciones.
En la salita de la vieja casa fue dispuesto un altar. Una repisa con el nicho que guardaba del polvo y las manos curiosas al Niño Doctor y la fotografía de quien fuera su esposa. Lo demás era humazón de veladoras y podredumbre de flores, estampas de santos, frascos de vidrio con infusiones, aroma a la resina que se quemaba sobre los carbones al rojo vivo de un brasero y la presencia del Bogart, un perro negro de dudosa o complicada deducción de raza.
Ninguno dudó. Desde entonces el viejo deshacía tanto enredo de tendones como maleficios. Su casa y causa se convirtieron en peregrinaje obligado para todo el barrio. Curaba anginas, tronaba empachos, aconsejaba para lograr un embarazo y recomendaba medicamentación para ciertas enfermedades que, por sus características, sólo afectan a los caballeros. Y vale mencionar la tardanza de sus consultas, pues siempre platicó y platicó de sus muchos viajes al norte y sur del país; cosa de la que muchos no creían, ¿he dicho por qué?
Más llegó la víspera de la Navidad de este año y los hijos de los compadres se los llevaron a Tampico, porque a su avanzada edad ya no pueden estar solos. Don Emiliano los echa de menos y la imagen de madera pregunta por las risas y complicidades de los tres viejos, pero nada. Le queda sólo una pregunta: ¿con quién brindará este treinta y uno? Ya de por sí nadie le cree que sus manos son tan santas y de sus viajes, ¿para qué seguir la mentira? Muchos saben que en el año cuarenta y tres un accidente le hizo perder las dos piernas y desde entonces no sale más allá de los límites del barrio. Muchos saben que lo que se dice lo ha leído en los periódicos o lo ha escucha por la radio, que es un viejo mentiroso y solitario, que espera recibir al año envuelto en dos sarapes y aguardando el llamado de Flavia.