jueves, diciembre 29, 2005
Bobalicones y lo fácil
Quienes nos dedicamos a esperar el caudal noticioso para elaborar las pomposamente llamadas columnas, que se aviene mejor al término “artículos de opinión”, dependemos estrechamente de dos factores: las tonterías o desmanes que cometa una figura pública o la cantidad de material que se tenga analizado para agotar un tema hasta que el lector o el editor se harten. Quienes optan por la vía fácil están siempre con el síndrome de los malos directores de teatro, esos que sólo están buscando el mínimo error de los actores para salirse con la suya y demostrar al resto del elenco que están mejor preparados que ninguno.
Y es que en este país cuando el señor presidente cierra la boca, cuando los miembros de las cámaras andan de vacaciones y los políticos hacen treguas, pues a veces no queda mucho por recortar. Es la maldición para los compañeros que se la pasan adheridos a la fuente política y quienes tenemos libertad o cinismo para brincar de un tema a otro —con el riesgo de ser aprendices de todo y oficiales de nada— pues el asunto se torna más amable, porque el nuevo periodismo es tan susceptible como la nueva historia, todo se puede comentar, o al menos se le tiene que sacar provecho.
Los puristas dicen que es muy malo, casi abominable, que un artículo periodístico eche mano de los recursos literarios. En Guadalajara, durante la feria del libro, el escritor italiano Alessandro Baricco (como si con el nombre no bastara enterarse a qué nacionalidad pertenece; bueno, podría ser argentino) aceptó esto de las mescolanzas no sin cierto rubor. Insinuó un ejemplo de entrada de un texto: “La puerta se abre. El destino está enfrente”. Y mencionaba que en su país es el tipo de periodismo que se hace, que con él se trataba de algo válido porque lo comenzó a practicar veinte años atrás, cuando un diario de Turín le aceptó el jueguito. Pero esto de las competencias profesionales siempre resulta un lío, porque cuando alguien se quiere desembarazar es bien fácil argumentar: esto se trata de un cuento con bonitas descripciones, no de la verdad.
Ryszard Kapuściński, ese polaco que cada año suena como posible candidato al premio Nobel de Literatura, a decir (también) de los puristas nunca llegará a obtenerlo porque se trata de uno de los mejores reporteros —cronista, agregaría yo— del siglo XX. Si la fundación Nobel se lo entrega, los más abiertos pretenderán afirmar lo que ya se rumora, incluso en los libros tomados como serios, que el periodismo es un género de la literatura. Ya sé, calma; si se trata de un género, como el cuento o la novela y en su subgénero, novela negra, pues igual no deja de tener sus reglas, o sus “tejes y manejes”, para decirlo de una forma más coloquial.
Lo importante de cualquier de cualquier texto, con todas las innovaciones o sin ellas, es lograr un solo objetivo: que el lector a quien va dirigido lo comprenda. Esto quiere decir, emplear las reglas, los florilegios del lenguaje o los barroquismos, si se quiere, siempre y cuando estén pensados para facilitar una labor de comprensión, porque nadie querría llevar una enciclopedia británica o un diccionario de autoridades calentándose bajo el sobaco para evitar quedarse con una sola duda lingüística que le propongan unas líneas.