lunes, enero 09, 2006

Libros y sugerencias


Víctor Gustavo es un primo que tiene un lugar ganado en mi corazón por tres motivos: Le llevo muchos, pero muchos años y cuando él nació, en Chilpancingo, mi abuela —que entonces vivía— ordenó un viaje relámpago de Xalapa a aquella ciudad sólo para conocer a su nieto. En aquel tiempo el “datsun” familiar era casi nuevo y los elegidos al viaje éramos: yo (el burro por delante), mi abuelo Agustín, mi padre (el conductor resignado), mi tío Víctor y la vieja. Ya se darán cuenta que en la familia los “Víctor” no son un recurso de mucha imaginación. Sobran. Yo creo que es por eso de que a los que llaman así suelen ser inteligentes... me conformo con el nombre árabe, no me ha ido tan mal.
Pero bueno, a Tavo lo conocimos del tamaño de una rata, tras claro, mi capricho secundado de hacer el viaje carretero sin pasar por alto uno sólo de los conventos franciscanos del estado de Morelos. Aunque tenía once años yo quería ver iglesias, regresar a esa ciudad que me quita el aliento y se llama Taxco y entrar, otra vez, a las grutas de Cacahuamilpa. “Ándale tú, pendeja, calienta las tortillas, ¿no ves que este se va a meter al hoyo?” le decía mi abuela a la muchachita que nos servía una mala comida. Pues total, que el niño se fue a las grutas. Y tras horas de curvas carreteras al fin llegamos a “Chilpo”.
Una recepción chocante, los xalapeños (tan mamones que somos) queríamos conocer a ese bebé. El resto y la familia política, la verdad, no nos interesaba. Allí vi a mi primo, desvalido como todos los humanos, era igual que como todos los recién nacidos; se trataba de un bebé enrojecido, llorón, indefenso pero a quien yo hice bromas como decirle “cabeza de hacha”. Luego nos fuimos a Acapulco a ver a mis otras primas —ahora las doctoras Denisse y Claudia— y me la pasé de lo lindo, porque con Viri (Claudia Viridiana) jugábamos a que quien llegara último a la alberca era un huevo podrido.
Con todos mis primos he tenido un acercamiento estrecho (hay una consigna que todos respetan: la casa de Xalapa es inalterable). Pero fue Tavito quien una vez me dijo, vía Internet, que quería ser escritor. ¿Escritor a sus veinte años? Me dio risa. He allí la segunda constancia del corazón. Pues sí, primo. Ay primo, pues dile a tu papá que te compre una biblioteca y te ponga a leer. Dime cómo escribir. Ponte a leer. “Cabrón ¿no me vas a enseñar?” Pues a menos que se matricule en el Instituto Literario de Veracruz yo a Tavo no tengo otra cosa qué decirle que lea, puesto que a mis alumnos sólo les recomiendo libros.
La tercera constancia es comprobar lo atractivo que puede sonarle a un joven convertirse en escritor. Como piensan que escribir poesía, por ejemplo, es escribir de bajadita, pues ven muy sencillo garabatear palabras bien lindas para formar los acrósticos de la muchachita que les roba el sueño. Y es que a esa edad se ven muchos filmes románticos donde las mujeres caen en la trampa de los poemas, de las cartas de amor, del alcance que puede tener un guiño y de la imagen romántica que los productores han vendido con respecto a la vida del “artista”. Si hay cosas raras, la postura del escritor frente a su siglo XXI es una de ellas, porque supone ejercer de un trabajo para el que la demanda es cada vez menor.
Insisto, es una visión muy llena de romanticismo. El mismo Cervantes, por ejemplo, sabía que para hacer dinero en la España de su época, lo que dejaba ganancias era dedicarse a escribir teatro. Para muestra estaba el Fénix de los Ingenios, Lope de Vega. El Manco de Lepanto lo intentó, sin, digamos, mucho éxito . Shakespeare llegó a comerciar con granos, porque era una actividad muy lucrativa, además de administrar su propia compañía teatral. Ah, la escritura y sus andares.