
Hemos tratado de sobrellevar la paranoia de sabernos atacados por virus que enferman al cuerpo (y de algunos que son mortales, irreversibles) y después la Internet nos enseñó a temer desde las páginas pornográficas hasta simples jueguitos de lo que convirtió a las absurdas cadenas en temibles mensajes que con sólo darles “clic” eran capaces de borrar la información del disco duro. Para los haraganes que aún se empecinan en emplear la maquinita de las maravillas como una extensión de la televisión, pues aquello de los virus informáticos era incluso un reto; en cambio, para las compañías que confían su base de datos a un ordenador era poco más que el verdadero caos.
Ese tipo de nefastas referencias se nos fueron haciendo cotidianas en la medida que las grandes corporaciones de informática pusieron a disposición del usuario los tan socorridos “antivirus”. Bastaba con encontrarse a algún entendido en computadoras para aliviar los males y de un retraso en la entrega de trabajos, reportes o cotizaciones no pasaba. Pero de allí surgieron nuevas palabras que fuimos, sin remilgo lingüístico y por necesidad, añadiendo al lenguaje corriente de quienes están próximos a la tecnología. En ocasiones dichas palabras ni siquiera enfrentaron la castellanización y pasaron como tal, del inglés a cualquier idioma. El ciberespacio se convirtió en un patrimonio común a los súbditos de la globalización.
La rapidez para comunicarnos también nos mostró las debilidades de las que somos capaces: retornar al mito de los miedos ante lo desconocido; pues si la ciencia era la encargada de quitarnos la simple idea de requerir explicaciones asombrosas, la tecnología —que en términos rápidos sería la aplicación de la ciencia— nos devolvió el temor a los genios malignos. Los medios de información nos hicieron imaginar a muchachitos superdotados que se dedicaban a crear “virus informáticos” por el mero placer de joder al resto de una humanidad, pero de una que ya no se imagina la vida sin una pantalla líquida de por medio. Nos pintaron a esos demonios de fines de siglo como estudiantes de las mejores universidades (donde se supone está a la mano la tecnología de punta) que tenían la capacidad de poner en vilo a los más sobresalientes sistemas de seguridad.
Y a unas horas de que comience el fin de semana —qué ganas de amargar los días de asueto— surge la amenaza de un virus que atacará a los teléfonos celulares. El posible enemigo ya no está en el escritorio de la oficina, en el cubículo del instituto o en el sencillo cibercafé de barrio; ahora la llevamos pendiente del cinto, en la bolsa del pantalón o de la camisa o en el bolso de mano. Hay que volverse locos por eso y desatarse en acciones que sin ninguna duda beneficiarán a las compañías de telefonía celular —portátil, para no agarrarme del apropiado “móvil” y me acusen de pro-ibérico, pero qué necedad con buscarle proximidad a las “células”. Bien pronto nos daremos cuenta que lo útil no es sólo desembolsar cantidades innecesarias para traer un cacharrito de última generación; ahora gastaremos en las vacunas que requiere el aparato.
Nuestro obcecado consumismo nos llevará a temer hasta la llamada del mejor amigo. Yo sigo sin comprender el afán que tienen los usuarios por adquirir maquinitas cada vez más sofisticadas, como si fueran corresponsales de guerra o espías industriales. ¿Para qué le sirve a un empleado (como yo) gastar en una chuchería que graba video, manda imágenes inmediatas, tiene capacidad para albergar hasta quinientas canciones y dos mil direcciones particulares? Dudo que algún primer ministro o un presidente bancario necesiten tantísima información en el bolsillo para llevar a buen guiso el rumbo de sus imperios.El refranero dice que “la pimienta es chica, pero pica” y yo prefiero en suponer que si existen el Cielo y el Infierno del catolicismo, Dios y el Diablo no deben ser tan absurdos como para gastar tanto dinero en mensajería instantánea. Y en caso de estallarles una huelga de ángeles y demonios menores, tendrán a buen tino conformarse con el telégrafo. De todas formas se han pasado la existencia de la humanidad haciéndose apuestas sobre el destino de los hombres y si no me creen constaten que en el libro de Job se jugaron al pobre diablo y no había “Nokia” de por medio.