
Casa de Ana Laura. Fraccionamiento. Calles adoquinadas de buen trazo, cielo congestionado pero abierto. No es cualquier noche del último mes, jamás se repetirá el milagro de tantos encuentros y despedidas. Es una fiesta. Los muchachos de la escuela preparatoria han organizado primero un colecta para reunirse allí, pero es quince de diciembre y las risas se reparten como los besos; el alcohol y la droga corren como ríos.
El vestíbulo queda bien con la época, decorado con hilos de escarcha dorada y esferas de Bohemia, luces infinitas, multicolores; al fondo figuras de porcelana inglesa representando un nacimiento. Al frente, un árbol viquingo luce los derroches familiares. Todo es exacto, bien planeado. La alfombra está protegida y las suelas de los zapatos de los muchachos no dañan el tejido de los tapetes exóticos que pretenden ser orientales. En la mesa se ha dispuesto un cuenco que tiene pollo, almidonado con jengibre, otra charola tiene muslos sazonados con estragón y una más repleta de alas en salsa tipo barbicue. ¡Es la fiesta!
Suenan primero los villancicos que compuso Häendel, después una música grosera. Slam, baile de inútiles que aún no han comprendido que las puertas se abren tocándolas suavemente; los jóvenes se golpean unos con otros, hay unas gotas de sangre y llega una instrucción al disc joquey...
—Apaga esa madre— dice Ana Laura. —Me van a escuchar. Hagamos la fiesta en paz.
La fiesta transcurre en calma. Marcan las once de la noche y el pollo es ahora meros huesos, las servilletas sucias y una greca de los tapetes se ha manchado con salsa de queso. Pronto comienzan las despedidas, queda una hora pagada de música y sobre las alfombras Nereo besa a Gisela. Han elegido la parte más oscura de las escaleras; ella se aferra a una barandilla de madera y la aprieta rápido cuando él comienza a besar sus pezones, hinchados poco a poco.
—¿Qué haces?— pregunta ella.
—Te gusta— reta él.
Ana Laura ordena al disc joquey que amenice el resto de la noche con My man`s gone now. “No importa que la repitas hasta que el disco no sirva”, camina hasta la cocina y abre un cajón de la alacena. Junto al tarro de la cajeta un envuelto en papel aluminio emerge de la oscuridad, ella manipula papel arroz y un poco de la hierba seca para formar un cigarrillo. Sirve. Da tres fumadas y apaga la bacha sobre un plato. De regreso a la sala. Es lento el retorno, lentísimo. Callada, tratabillando, se acomoda sobre uno de los muebles. Allí observa el espectáculo que dan Nereo y Gisela, uno brincando sobre la otra, los dos perdidos, confundiéndose. Estalla en carcajadas.
Arturo declama sus propios versos al inicio que dan las escaleras al jardín. Afuera se convierte en un muestrario que llovizna sobre las nueve bugambilias, flores blancas, amarillas y rosadas: Pudiera describir/ desde la punta de tus pies hasta tus labios,/ desde ayer hasta siempre./ Pero no puedo decir al otro, a los demás/ cómo eras de linda cuando estás riendo,/ y llenas de luz las oscuridades./ Es cierto y es una de mis mejores verdades,/ para alguien tan mentiroso como yo.
Lo repite una y otra vez, ensimismado. Poseído por sus fantasmas y demonios, marcha al fondo del patio. La superficie de la alberca le refleja una imagen lánguida, duda en sumergirse. Su niñez en La Habana, lo invita al mar. Hijo de diplomático, ha crecido en tres aglomeraciones de humanidades: Ciudad de México, La Habana y Xalapa. No hace más que recordar los paseos por la bahía cubana; las muchachas lindas de El Vedado, los amores idos y las bellezas encontradas siempre en las escalinatas de la Universidad. Se recuerda aprendiendo los versos de Martí frente al mar tajado por los muros de contención: Mírame madre/ y por tu amor no llores,/ si esclavo de mi edad y mis doctrinas/ tu mártir corazón llene de espinas,/ piensa, que nacen,/ entre piedras: flores.
Y Arturo se quita los dos zapatos. Añora los siete varazos de manos del profesor y la rudeza, el amor a gritos. Mister Rafaello Bestard, un bostoniano venido a menos radicado en La Habana. Su tutor durante siete años. Varazos en las manos. Los pies de Arturo se sumergen y nadie está para rescatarlo, baja con calma por la escalinata de aluminio, la lluvia fría se le confunde en aquella razón que no permite esperas.
Ana Laura ríe cuando Nereo y Gisela han terminado su número. “Ya ni la hacen, los dos cogiendo y ustedes ni por enterados”...