martes, febrero 14, 2006

Adeudo a la amistad


Cuando un sujeto que escribe, acostumbrado al silencio de su estudio personal —como espacio, no como actividad— quiere hacer una evaluación sobre sus amigos, lo más seguro es que se refiera a los libros. En todo caso puede rememorar letras, discos, filmes, “dichas muy mal logradas” (como diría la poetisa mexicana Guadalupe Amor) y como algo extraño mencionará la fidelidad de un perro. Pero en mi caso el experimento deja de funcionar. Estoy solo pero no abandonado, que no es lo mismo. He pensado en mi entrega para este día y creo que, al revisar desde mensajes de voz hasta recaditos escritos por las amables Laura o Luisa, los cafés, las comidas y las charlas pendientes sobran. Y si no fuera porque salgo de un lío para entrar en otro, quizá me faltarían horas para asistir al encuentro con los amigos.
Soy pésimo amigo porque mi estado natural es el atolondrado... o apendejado, para decirlo de una vez por todas. Vivo en mi planeta de letras y abuso de la confianza de los que me esperan en un café porque siempre llego tarde; pero como esas licencias las practico sólo con los sensatos, ellos me saben comprender y disculpar. En lo que resta es muy raro que cancele una clase, una conferencia (a las que yo prefiero salvar mi presencia bajo el título de “charlas”) una entrega para la prensa o una pesada reunión de consejero editorial, en la Universidad Pedagógica. Por lo que falta casi nunca voy a las fiestas o a los comelitones; para excusarme siempre encuentro pretextos. De escuchar chistes prefiero recostarme ocho horas para leer una buena novela y en lugar de escuchar historias, leerlas. Prefiero, en lo personal, leer que escribir.
Y como hablo hasta por los codos, cuando trato de escribir unas cuantas líneas opto por desconectar el teléfono. Si telefoneo o amablemente lo hacen, digo lo que mi abuela: “Ya se chingó la Francia,” porque no hay quien me pare. Me he desfalcado por llamadas allende el océano, pues soy de los necísimos románticos que aún confían en la magia de la palabra hablada y como aquello es seguridad del ser, no escatimo. O dado el primer timbrazo y charla rápida, ya estoy hurgando en la agenda los teléfonos de mis amigos los desvelados, quienes no me van a mentar la madre por buscarlos a deshoras. Allende mares, que debe escribirse como cercanías, sólo confirman excepción Rosa del Carmen, Camila o Graciela, las tres igual de locas para contestar mis llamados y entablar lo que a veces me parecen verdaderos debates...
Antes, a eso de las tres o las cuatro de la madrugada, llamaba a una pintora, para decirle que había leído recién la biografía de Domenico Veneziano, por citar a un nombre —un renacentista exquisito. Ella se constreñía a decirme: “Piñita, ¿ya viste la hora?” y me salía el alma de profesor y lograba engancharla para que me sacara las dudas sobre los claros y oscuros. Soy un animal en la constante búsqueda del conocimiento. Y con Gaby, la ahora doctora por el Colegio de México ni qué hablar. Nada que yo era un imprudente que la sacaba de su reflexión mientras aprendía el árabe... daba tiempo a mis necedades.
Es extraño, ¿se han dado cuenta que mis lectores son por la generalidad mujeres? Ahora lo veo. Qué raro; una ex de cuyo nombre no quiero acordarme me dijo en alguna discusión que la mía era un “alma de padrote”. Obvio, estábamos enfadados y las ofensas se valían. No es indio el que no se venga y es más imbécil el que no se viene... ¿Y yo por qué razón debo decirles lo que sólo confío al confesor jesuita y a la psiquiatra? Estoy loco de atar y por supuesto, soy un verdadero cínico.
Pero esto comenzaba con una recapitulación muy fresa sobre los amigos. Ah, por cierto, me sobran. Ahora sólo quiero ser un tantito feliz y reconocer que debo tanto a mucha gente, que paradójicamente se cumple, con esta entrega, la quinientos... quinientas y medias cuartillas escritas sólo para albergarme en sus ojos... Me encantaría decir o escribir los nombres de mis amigos, pero soy tan olvidadizo que prefiero agradecérselos en vivo, cada vez que los encuentre. Y confirmo un refrán del siglo XIII: “Bueno es tener amigos, aunque sea en el infierno”.