
Un amigo historiador me contaba, con ilusión y ánimo, que por azares del destino se vio en la penuria de acudir a la biblioteca de su facultad porque un alumno le había requerido un dato que (él lo aseguraba) estaba incluido en su tesis de licenciatura. Como aquello no le quitaría más de unos diez minutos, el historiador tomó el rumbo de los estantes donde las tesis se empolvan y sirven de fuertes postes a las arañas que tejen, para buscar, con el dedo índice bien erguido, por entre menos de un centenar de documentos. Allí estaba el ejemplar impreso hace poco más de tres décadas, con sus necedades y aciertos todavía legibles. Total, para este académico la tesis de licenciatura debe observarse como el último trabajo escolar y no más; pues siempre ha recalcado que si alguien se interesa tanto por un tema, ya tendrá vida para dedicarse a ello.
Pues la imagen se ha congelado en que este amigo sacaba de entre los apretados y olvidados volúmenes su ejemplar. Quizá, esto lo agrego yo por sazonar un poco el relato, sopló como emulando al creador para que su obra recobrara vida —el Yahvé de la Biblia hizo un muñeco de barro y le transmitió existencia animada al tal Adán,— repasar las páginas y allí estaba el dato maldito, allí las cuatro cifras que indican una fecha. Claro, si uno ha errado en los números basta con sonrojarse un poco y decirse que los humanos son dados a los desperfectos o lagunas en la memoria; o cuando se trata de personas tan imbéciles que no son capaces de aceptar sus errores, pues a culpar lo que se mueva, total. Sigo jugando con esta idea. Pero si es que acertamos, es decir, a confirmar que el pudor y el celo profesional es lo que nos ha llevado a cotejar la fecha, entonces no hay mayor gloria que alzar los brazos, cerrar los puños, retraer hasta la altura del tórax y exclamar: “Puta madre, ya decía que soy un chingón”.
En efecto, a mi amigo sí le hacía falta un cortocircuito neuronal y cuando estaba a punto de regresar el librito a su lugar, para que continuara durmiendo el sueño de los justos, una papeleta cayó al suelo. Se trataba de la ficha que el bibliotecario llena cada vez que alguien requiere el ejemplar para consultas domiciliarias. Préstamo, pues. Sus pesados párpados se volvieron ágiles cuando él se percató que en treinta y tantos años su tesis había sido requerida para llevarla a casa en: una ocasión. La fecha era reciente. A las alturas de su historia yo le comenté que a lo mucho que llegaría era a publicarla en el periódico; porque se me hacía tan “La muñeca reina”, un extraordinario cuento de Carlos Fuentes, que no fue posible ofrecerle más. Pero también le dije que eso no significaba ser un autor olvidado, porque igual su material era consultado dentro de la misma biblioteca y bueno, lo animé a iniciar una enfermiza búsqueda a fin de toparse con su lectora. A veces las grandes pasiones surgen en ambientes tan álgidos como hallar un rectángulo de cartulina en la estantería de tesis de Historia.
Me mandó al carajo.