
Ella concluyó los cursos universitarios en la escuela de Negocios, ocho semestres con óptimos resultados, la promesa de los veintiuno, el martirio de presentarse al consultorio odontológico cada quince quías (durante casi dos años) para que el asistente del ortodoncista limpiara de residuos aquellos artilugios que al fin le permitieron lucir una dentadura perfecta, alineada. Ella invierte, cada día, unos treinta y cinco minutos de su tiempo para alaciar su cabello con uno de los productos de belleza de cierta firma exclusiva y que paga en abonos cuando cada quince pellizca un billete al sobre magenta que le entregan en la oficina de control de personal. Ella no se preocupa por la manicura aunque eso signifique que debe liarse con cremas y menjunjes, porque antes de los treinta ya la obsesiona la idea de las arrugas prematuras y una de sus colegas le ha recomendado que, de vez en vez, beba en agua Pellegrino una tableta efervescente de calcio.
Alejandra no tiene padre y mucho menos madre, porque la tarjeta personalizada que luce junto al seno izquierdo sólo anuncia: “Le atiende: Alejandra”, un encanto que ha extraviado la coloratura vocal quizá en uno de los lavabos del trabajo, porque sus tonos son idénticos al de las otras chicas que pasan el lector sobre los códigos de barras en la caja registradora del centro comercial: Buenas tardes, ¿encontró lo que buscaba?.
Atildada no como la “cajera” que ella sabe, en el fondo es, sino como la “ejecutiva de ventas en el área de atención al público”, del modo en que la contrataron, Alejandra camina erguida sobre los zapatones de goma aerodinámica que la soportan durante las nueve horas que transcurren mientras sonríe a los compradores. De vez en cuando repite la fórmula de que la política de la empresa le impide aceptar pagos con cheques o tarjetas de débito. Tiene que acudir a la omisión para hacer de cuenta que las riñas entre los matrimonios que discuten la compra, los rencores de las novias echando a ellos en cara la mirada lasciva a la tetona que daba pruebas de queso azul, las intimidades de la abuela sorda que a gritos recuerda a su hija ha olvidado las grajeas para el estreñimiento y los berridos del niño a quien le extraviaron, en el camino, el tarro de helado y los paquetines de chocolates. Que tenga un buen día, estamos para servirle dice feliz, con la actitud laxa de la quinceañera a quien el cantante de moda le ha besado.
Corte de caja y en el reporte diario la misma historia del vejete que pide cancelen su cuenta porque de nuevo se confundió con los precios de las carnes frías y llegó a pensar que el proscuito tenía etiqueta de oferta.
Después la chaqueta gigante pero estorbosa que le impide aferrarse al pasamanos de un autobús que la transporta como en una pesadilla que tarda hora y media: cruzar la zona elegante de la ciudad, donde los edificios son altos y estilizados, para sumirse en los vericuetos de un centro histórico en el que las casonas de postín son viejos recuerdos que albergan la vecindad de una veintena de familias. Y a la entrada del portón la espera un novio que requiere los pormenores de la jornada: ¿cuántos junior se le aproximaron? ¿Ya la dejó en paz el jefe de personal y al desistió para convidarla a ese café al que le adornan tantas discreciones?
A las once del reloj Alejandra repasa una toalla húmeda sobre sus párpados coloreados, despinta sus labios, acaricia sus pies y comienza una oración que se queda a medias. De todas formas, mañana será otro día.