lunes, junio 19, 2006

Perfumes o flores en el cuello


En la ciudad de Grasse, al sur de Francia, los maestros perfumeros han visto sucederse las generaciones y los conocimientos a través de algunos siglos. Con la paciencia de un artesano, algunos han sabido embadurnar la grasa de animales a extensas láminas de vidrio y adherir los pétalos de las flores más delicadas, esperar un tiempo prudente y cambiar las marchitas por otras nuevas, frescas. Y tras realizar por varias ocasiones aquel prodigio de los intercambios, tallan con una espátula la grasa impregnada al aroma de las flores. Pues en otros casos, no hay manera de conjugar un jardín en el cuenco de apenas una cuchara de plata.

El alemán Patrick Süskind situó una buena parte de su novela “El perfume” en aquellas latitudes. Se trataba de la historia de un pobre diablo que carecía de olor humano pero a cambio, tenía un olfato divino, envidiable. Aquel personaje había nacido entre la porquería, las tripas de pescado y con el tiempo, llegaría a ser uno de los maestros perfumeros más importantes del mundo conocido. La novela fue escrita hacia 1985 y le valió pasar al mundo editorial como una de las historias más leídas (bestseller, le llama la industria norteamericana) además de conmovedoras.

Con novelas o sin ellas, el dominio y la obsesión por el buen olfato siempre ha mantenido una fascinación entre los hombres. La industria perfumera es una de las más grandes en el mundo occidental y cuando los químicos con sus notables descubrimientos pudieron imitar o sintetizar la gama de aromas que eran tan costosos de extraer, la moda por las fragancias creció de tal manera que había de comenzar a establecer las diferencias entre productos pésimos, baratos, caros y costosísimos. Porque si los manuales establecen que aproximadamente dos mil pétalos de rosa de Damasco —la más empleada en la perfumería— son los suficientes para elaborar un gramo de esencia, los nuevos vendedores ambulantes no conocen o no creen que una milésima parte del contenido de los frascos que expenden quizá, alguna vez, fue una planta o una flor a la que acariciaron los vientos.

En las grandes ciudades mexicanas, pero sobre todo en sus maltrechos centros históricos, los viejos expendios de mercado que surtían de aceites esenciales y bálsamos han comenzado a cerrar sus puertas. Fuera de las barracas donde pulula el aroma a verduras en anunciada pudrición, donde se establecen las alacenas de los viejos comerciantes, donde los imaginarios vapores que sueltan las escamas de los pescados congelados evidencian el sector de perecederos, florece la nueva industria perfumera. Es normal ver que un grupo nutrido hace fila y dos muchachitas despachan tras un mostrador donde las vitrinas y los espejos lucen frascos de plástico rellenos con espesos jarabes.

Una báscula electrónica, “fijador”, material excipiente —¿agua destilada y alcohol?— y esencia de lo que el comprador guste… que puede ser una marca de perfume tan añeja que hasta se ha olvidado o la fragancia más novedosa, la que el pueblo cree que el artista que le ha dado su nombre se pone en las corvas, en las muñecas y en el cuello. Y allí, en aquellos establecimientos donde la maestría de los artesanos de Grasse es superada por unas jovencitas que tras dos horas de práctica han aprendido a calar desde un Vetiver hasta un Chanel 5, las calles de México exhalan un perfume sintético con tal de que hasta las narices, no llegue el vomitivo tufo a mierda que las pantallas de televisión emanan cada vez que los noticieros se encargan de la campaña que prepara la sucesión presidencial.