Foto: Carlos Cano
Es un delirio nacional: ningún mexicano gusta de sacrificar sus fiestas. Allí están esas tan pésimas, estrafalarias y esperpénticas celebraciones que suponen la entrada de una puberta en la sociedad, justo cuando tiene quince años y los padres juran que las nenas aún peinan muñecas cuando las chiquitinas a lo que se dedican es a despeinar y vestir muñecos. No se trata de un capullito, pero tampoco de una mujer fatal. Y como la fiesta, que incluye vestido esponjado y brindis con sidra tibia, hace tanta ilusión a la mamá, ahí llevan a la escuincla cuyas mejillas están cundidas por barros y la frente le brilla como zapato de charol. Misa, padrinos hasta de calzones y un vals —que es peor cuando se les 4ocurre “Sobre las olas”— que hace ver al “capullo” como una gallina torpe y a los chambelanes como unos trogloditas que no saben que a la vuelta de la esquina los aguardan escotes mejores. Pero de que las quince primaveras se celebran por lo alto, no hay duda. Y si el convite trasciende en las habladurías de la barriada: mucho mejor.
Quien no crea que en la mayoría de los casos se trata de actos tan inservibles como ridículos, puede decir que sólo una vez en la vida habrá oportunidad de celebrarlo. Pues igual y resulta para las verdaderas princesas, esas de apellidos kilométricos y títulos a pasto; pero aquello de copiar los ceremoniales de la corte, cuando los mexicanos nada más sabemos de coronar a reinas de carnaval, flores bellas, reinas travestidas, señoritas de semana del estudiante y otras mamarrachadas, pues no significa más que boato a lo pendejo, para aquellos que lo toman en serio y un desparpajo liadísimo para quienes saben que todo es una burla. Porque a saber, las grandes ceremonias del país son las que monta la iglesia católica en algunas ciudades del país y las fiestas populares entre los pueblos que conservan con mayor arraigo sus tradiciones. Y ¿a poco no decidieron cancelar la Guetlaguetza en la ciudad de Oaxaca? y el mundo sigue girando, tan tranquilo… entonces a pesar de las tradiciones y de que vendemos para fotos del recuerdo a los pocos indios que quedan: cancelar una ceremonia no pone en vilo a un país como el nuestro. ¿Qué sería de Sevilla sin las cofradías en semana santa? Bueno, pues la seguridad es que la ciudad no se movería un centímetro de Andalucía.
Pero resulta que ahora la ceremonia del día primero de diciembre, pura serpentina de fiesta infantil, nos tiene con los pelos de punta. ¿Dejarán los diputados inconformes con los resultados de la elección presidencial, que el nuevo presidente rinda protesta y se ponga la banda tricolor? Declaraciones van y vienen, análisis, amonestaciones, maledicencias y padrenuestros.
Sin embargo hay que tomar precauciones. Mire, pensémoslo. Si los especialistas en derecho constitucional dicen que el presidente Vicente Fox no tiene por qué asistir y que Felipe Calderón puede adelantar la protesta; ¿por qué no les hacen caso? El gran peligro, independientemente que los diputados a disgusto permitan que la tribuna de San Lázaro quede libre, es que terminen haciendo el ridículo. Vea la talla de Chente Fox y el cuerpo de Felipillo… uno es grande, como buey, el otro pequeño, como ratón. Viene la pregunta, ¿a medida de cuál van a confeccionar la banda presidencial? Si la hacen a medida de Calderón, como antes la tiene que llevar puesta don Vicente, parecerá que lleva un ombliguero de chaquiras; y si al contrario, la ajustan a medida de Fox, a Calderón le quedará como babero. A no ser que busquen a un diseñador que la confeccione a modo unitalla.
Muchos estaremos atentos a los acontecimientos del primero de diciembre. Total, se parecerá más a un “Laura en América” que a una ceremonia que tendría que ser con toda la seriedad y acidez republicana. Pero Felipe Calderón quiere su fiesta de quince años, con padrino, chambelanes, pastel, fotógrafo de sociales y hasta vals y eso que el siguiente mandatario perdió la inocencia desde antes del dos de julio.