miércoles, noviembre 08, 2006

Para comer aquí o para llevar

Hay dos nombres que asocio con mi infancia: “Caralampio de la Tronera” y “Espiridión Metralla y Pompa”. Salieron de las historias que mi abuelo Agustín me contaba cuando él se refería a su niñez, comprendida entre 1919 y los siguientes diez años. El viejo argumentaba que tras su orfandad definitiva (al coronel Cipriano, el padre, lo apuñalaron los “revolucionarios” en 1919 y Julia, la madre, entregaba cuerpo y alma en 1923, a causa de una tuberculosis) el destino de los tres hermanos fue rodar entre los tíos caritativos que no tuvieron otro remedio que acoger a los niños desvalidos y criarse al contentillo de los nuevos padres.

El abuelo decía que creció con las convulsiones políticas, económicas y sociales del siglo veinte mexicano. Conoció y se habló de tú con la pobreza hasta que un día, harto de la situación y de ser conocido por los demás niños como “Pedro harapos”, apodo que recibía; decidió abandonar el hogar de las tías profesoras y probar aventuras. Su gancho fue la amistad que trabó con otro niño a quien conoció en un circo que entonces visitaba el lugar donde Agustín vivía. El pequeño era hijo de unos payasos y se hicieron tan compadres, que cuando la compañía levantaba las carpas, lo animaron a que los siguiera. ¿Lo pensó una vez o ni siquiera eso? —ya soné a la cantaleta de las narraciones de José Saramago— pero el caso es que seguramente iban los dos niños planeando su futura vida artística cuando en el poblado siguiente la tías interceptaron a la caravana para exigir la devolución de Pedro harapos. “Caralampio de la Tronera” (mote artístico del amiguito... el viejo ninguna vez recordó el verdadero nombre de quien también, durante los actos circenses se hacía llamar “Espiridión Metralla y Pompa”) se despidió de él y nunca volvieron a encontrarse.

“Años idos, jamás volvidos”, decía mi abuelo, con un suspiro y un dejo de abigarrada nostalgia o dolor escondido. No fue cirquero, ni modo, no se le hizo... quizá por eso tuvo a puros nietos a quienes sólo les faltan las marionetas para ser verdaderos titiriteros de feria.

Y tras la temeraria aventura gustaba luego conversar del pleito, con profusos detalles de golpes, jalones de melena, sangre y todas las pinceladas, con uno de sus compañeros de la escuela primaria, “El Moco”. Uno que sí llegó a los estudios superiores. Como el episodio de los golpes era tan emocionante, el motivo del mismo causaba cierta decepción en mí: un taco que resguardaba un hilacho de carne seca le fue robado a Pedro harapos por El Moco. Vuelvo a la manía Saramago: ¿gripa constante o retintín de un catarro histórico? Debí ser más preguntón por aquel tiempo. Hoy comprendo que uno puede matar por un hueso... o hasta bautizarse de presidente legítimo y amenazar con desmadrar lo que queda de un país; pero eso de liarse a trompadas por una tortilla tiesa y con un espíritu de lo que fue la nalga de una res, resulta una posible exageración. Y para decirlo con humor ácido, si los dos niños eran tan pobres y ni siquiera podían comer tacos, ¿por qué a ninguno se le ocurrió ir por una rebanada de pastel? Par de imbéciles.

Claro, para bonitas las añoranzas del niño Machado, que mientras recordaba el palacio de Las dueñas, en Sevilla, parecía traer a sus hondos versos la fragante tranquilidad de la verdura que se desarrollaba en torno a la fuente del patio central: “Mi infancia son recuerdos, en un patio de Sevilla, donde madura el limonero”.