jueves, diciembre 07, 2006

Lito

(Fragmento)
Nació una mañana en que el sol parecía haberse estacionado y por lo tanto, el calor era insoportable. Fue llamado Carlos para continuar la tradición que imperaba entre los primogénitos de su familia, pues total, el problema de que alguno atendiera a cualquier llamado, se resolvía bien pronto: al “Carlos” se precedía marcando su rango: “Carlos abuelo” o “Carlos hijo de Enedina” o “Carlos chico” o “Carlos fotógrafo” o “Carlos listo”... Por fortuna para aquellos varones era muy complicado que pudiera haber dos listos, o dos que se dedicaran al mismo oficio. Así que cuando él nació, la tía Pilar, solterona y de lengua rápida, susurro a la madre:

—De haber parido a una niña le habrías llamado como quisieras: Amaranta, Sara, Guadalupe, Natalia o ¿qué sé yo? Pero ya te chingaste, te salió con el pilincillo más chiquito que mi dedo meñique, pero con unos huevotes que parecen mandarinas, de las verdes, por supuesto, no te asustes.

Y así creció “Carlos hijo de Minerva”, como fue conocido fuera del ambiente familiar, ya que dentro era más sencillo llamarle “Minervo” y con el tiempo, cuando aprendió a leer y escribir y montó una rebelión para que le cambiaran ese masculino del femenino que le daban, sólo conquistó ser “Mino”. Y ése acomodó mejor a sus aspiraciones escolares y de barriada:

—Mino, ¿quieres venir a jugar con nosotros?
—Pregúntale al Mino si quiere estudiar en mi casa.
—¿En qué quedamos? Pinche Mino talegón.

Pasaron pocos años y cuando Mino ingresó a la escuela secundaria, la tía Pilar, más vieja y maligna, sentenció que “Mino” parecería a los nuevos compañeros algo similar a “Minino” y desde su sapiencia de círculos de oración y manualidades vespertinas, detalló que sobrarían los que iban a faltarle al respeto. Y es que el adolescente (ya no era un niño) se identificaba por ser poseedor de un carácter amable, servicial y pacífico. No era para menos hacer caso de los pronósticos de la vieja. Se montó la sesión de la corte familiar y cuando prefirieron llamar al muchacho para escuchar su opinión, quedaron destemplados cuando el les dijo que si en verdad lo habían bautizado como Carlos, para qué tantas payasadas y apodos innecesarios. En mi grupo, comentó el chico, habemos como seis Carlos, pero como los otros tiene un segundo nombre, al único que llaman así es a mí. También les dijo que sólo allí, en su familia, él se sometía a las vergüenzas de tantos detalles, porque en la calle, incluso en la de su casa, le conocían como “Carlitos” o los que deseaban puntualizar más le llamaban “Carlos, el hijo de Minerva, la que vende pan”.

Si la defensa del chico no fue tajante, al menos sirvió para que sus padres, tíos, primos y abuelo, entraran en la discusión que los enfrascó en descubrir el por qué la simpleza de que todos los hombres de ese “clan” tuvieran que llevar el mismo nombre. ¿Necesidad de preservar un linaje? No, pues ellos, lo revelaba la zona en que vivían, pertenecían a la clase emergente que llegó a la ciudad haría unos cincuenta años, cuando las llanuras del poniente se convirtieron en barriadas donde vivían obreros, en su mayoría. [En efecto, quien lea esto pensará que la frase anterior se trata más bien de una síntesis urbana, casi sociológica. Pero siempre es mejor acudir a la jerga humanística que dilapidar el recurso literario para llegar a la misma conclusión. Y se verá en la siguiente ronda de preguntas y respuestas a las que llegó el tribunal familiar]
¿Obstinación por ser originales? Pero si daba casi lo mismo tener a un Pedro, Ernesto, Alfredo, Enrique, Melchor o Julio que a tantos “Carlos” bajo un mismo techo. ¿Falta de imaginación? Era probable. Ellos ignoraban lo dicho por Séneca, que “nombre es destino” y más aún, nunca llegarían a conocer la aseveración de Milán Kundera: “en el mudo hay muchos menos gestos que individuos”.