Hace tres semanas husmeaba en la góndola de remates en una librería y no me decidía si llevar a mi rincón de “libros por leer” una antología con los mejores cuentos de Poe o emplear esos treinta pesos para dejar apartada la última novela de Antonio Muñoz Molina o de plano llevarme tres ajados ejemplares de la revista Geografía Nacional, del año del caldo. Y es que ya se sabe del padecimiento de la bibliomanía: siempre hay pendientes en el taburete de la recámara, pero el ansia de tener lo más posible, arrebata. Total, cada quien con sus manías; por ejemplo, tenía una novia que coleccionaba zapatillas y no convenía; otra recopilaba chicos y era una de celos, la última gustaba de atesorar discos compactos y salí perdiendo... el caso es que a los amores que matan mejor los decanté por los libros.
Pero ya estaba formado para que la cajera cobrara mis tres revistas cuando dos turnos atrás se alineó un conocido. A cinco días antes de que nos pagaran la quincena, el muy maldito iba ufano con media docena de libros, nuevos, bajo el brazo. Alcancé a ver uno de los lomos (todos los que él llevaba estaban pulcramente envueltos en plástico) y se trataba de la editorial Taurus, algo que no resulta muy barato. Y es que mi conocido no es diputado de Veracruz como para recibir cincuenta y seis mil pesos de aguinaldo, tiene un trabajo similar al mío y por si fuera poco, padece una enfermedad incurable: la honradez. Entonces no me quedé con las ganas y con la envidia del niño que ve a su vecinito estrenar balón nuevo, me acerqué a preguntarle: “¿Cómo le haces?”.
No lo pensó dos veces. Me dijo que había oferta en libros nuevos y que cuando la ocasión se presentaba, lo más fácil era coger la billetera y ejercer la ilusión de rico, tarjeta de crédito en mano. Ya sabrán qué sucedió. Como adolescente nervioso pasé la mano por la bolsa trasera de los vaqueros, no sin antes escucharle que si hay personas elegantes que usan un abrigo pagado a crédito, por qué no habríamos de existir los lectores de “a fiado”. Sabia disquisición: lea hoy y pague mañana. Endiablada treta: ahora le debo al buró de crédito lo que ni siquiera voy a leer en dos meses... Después nos fuimos a un café para, como señoras de Polanco que beben un Martini tras el agotador día de compras, presumirnos los título nuevos.
Entre la risa y la vergüenza por aquella inconciencia nos preguntamos cuántos de nuestros conocidos usarían tarjetas de crédito para tales fines. Pensamos en una fulana que había estudiado con nosotros, en la preparatoria y que ahora se luce como funcionaria: “Esa no gasta ni un centavo en papel, la ‘Vanidades’ la lee en el salón de belleza”, decía mi contertulio. Entre carcajadas añadí que ella, seguramente, entre la cabeza y las patas, llevaba puesto más dinero que el que nosotros habíamos gastado en libros, pero que él podía jurar que con nuestras fachas, ninguna “Barbie” voltearía a mirarnos. Entonces el otro, convertido en el santón de la tarde, echó la última sentencia: “Si en los bares vendieran libros, no tendríamos ninguno”.
Y la mañana de ayer me sonaron las campanas de la realidad, en el buzón me aguardaban: una publicación llegada con retraso, la publicidad de una tienda departamental, dos sobres, uno con el estado de cuenta y otro con una amable carta de una financiera que me promete que en dos días, sin cartas de recomendación, avales y otros enredos, me daban en efectivo hasta el equivalente a tres meses de sueldo. Leí que uno tiene la posibilidad de adquirir un crédito para acudir al banco con el que se tiene deudas y espetarles: “Aquí tienen sus pinches pesos”, sin aclarar, por supuesto, el: “Porque debo el doble a estos ángeles de la guarda”. Ay, sólo para la difunta Sari Bermúdez, los mexicanos no leíamos por huevones.