Decir que los últimos días son fríos es como recurrir a verdad de Perogrullo. Mencionar que el catolicismo es la religión “fuerte” de México es una aseveración que preocupa a los jerarcas de la iglesia en este país; aunque en el Centro, Bajío y Occidente las cosas indiquen la masiva persistencia de seguidores a la causa de Cristo rey. Pero acudir al doce de diciembre como un referente de fiesta “nacional” de los mexicanos es, a leguas, otra cosa.
Y es que entre nosotros una cosa es ser católico —de misas festivas— y otra muy distinta asumirse como guadalupanos. Hay dichos que lo confirman y cuando la masculinidad de alguno es puesta en vilo, enseguida llega la respuesta del aludido: “Soy machito y guadalupano”; como si el hecho de ser devoto fuera a imprimirle hombría al asunto. Pero esa virgen morena que los frailes del periodo de Conquista clonaron de la “moruna” española fue, durante siglos, el referente para la identificación de la “nación” (de nacimiento, que después conduciría a la promulgación de una idea patriotera) criolla. Una figura religiosa, materna, que aglutinó el ideario, las frustraciones, los anhelos y derrotas de los que abatidos por el dominador peninsular, encontraron consuelo. A falta de Tonantzin, madre de los antiguos mexicanos, la figura de María en su advocación de Guadalupe suplió el aparente vacío.
Los tres siglos de dominación peninsular —que abarcan conquista, expansión y colonia— no conocieron el gran auge devoto hacia la virgen María de Guadalupe, uno que vendría a crecer y tomar fuerza a partir del cambio de “Nueva España” a “México”. Fue una cuestión de mentalidades y había que refundar el mito para reforzar el rito. La “Orden de Guadalupe” se instituye durante los primeros gobiernos independientes, Agustín de Iturbide la declara Patrona de la Nación en 1821; pero que mostraban un carácter conservador, al grado que cuando triunfa la República liberal —más libertina que otra cosa— se suprime aquella parafernalia de aspiración europea. Pero cuando el Segundo Imperio Mexicano, financiado por Napoleón III, se instaura en el país, el archiduque Maximiliano de Habsburgo pretende volver a fundar la Orden, como parte de sus guiños por agenciarse la simpatía de los nacionalistas más recalcitrantes. Su efímero imperio no daría tiempo para eso y más.
Los gobernantes mexicanos del siglo diecinueve entienden que el significado guadalupano está más allá de un simple acto de fe. Con toda la cola de diablo que los puritanos quieran verle, es el liberal Benito Juárez quien en 1856 firma el decreto para autorizar la celebración, cada doce de diciembre. Por eso la comprensión del siglo XIX mexicano y las primeras décadas del XX, no se pueden identificar sin la presencia de la religión católica que blande el estandarte de la virgen morena...
Una virgen que trae la simiente europea de la reivindicación mariana —sólo María, madre de Jesús, el Cristo, está libre de la culpa original, cometida por Eva. Por eso se le representa, en su advocación de la “Inmaculada” pisando a una serpiente, símbolo del mal—, pero que al “americanizarse” adquiere las características de la población que habita la Nueva España. Ya no se trata de la virgen mora del Guadalquivir, ni de la prehispánica Tonantzin: es una creación nueva que identificará a un pueblo que dejará de ser “hijo de la Malinche” (de la “chingada”) para firmar su acta que lo rectifica como adoptado por una mujer que es toda pureza y que decidió aparecerse ante un indio. La cúspide celestial se aparece a lo más insulso de la sociedad novohispana.