“Dios envió a esa ave para que dijese a los hombres
que no morirían, sino que al envejecer... se despojarían
de la vieja piel y recobrarían la juventud.”Leyenda del África Oriental
Aún no descubro la necedad mental que La bobe de Sabina Berman, me causa cuando por fuerza rememoro al mito de Pigmaleón. El amor que hace transformarse la frialdad del mármol en carne y hueso, en vértebras y falanges que abrazan la cintura de la amada. Tal parece que la dramaturga, bien llegada ya al mundo de la prosa, ha iniciado con uno de sus mejores pasos: la historia de la abuela que inicia a la niña en todas las maravillas de la vida. O por lo menos a las que el recuerdo permite.
“Mi abuela se murió pulcramente. Yo creo que se murió de exceso de pulcritud.” Menciona para conducir a través de una telaraña cuajada en el aire por las delicadezas del texto. Bobe o abuela, judía de nariz breve pero aguileña, llegada a México tras el desastre de la Segunda Guerra y en Polonia los recuerdos y las añoranzas. Sabina, niña, embriagándose de la imagen de la mujer, hecha grande por su descripción y fuerte por su caminar adusto.
Las molestias de la niña cuando debe asistir a la Sinagoga se palian al momento en que una chiquilla observa a madre e hija saltar los pasos de una danza extraña, con motivo del divorcio del abuelo. Hay unos sorbitos de licor, tímidos, pero entonados. Del abuelo que una noche de octubre, frente al televisor, le refunfuña al presidente Ordaz: lo mismo le oí decir a Hitler y pasa el resto arropado con su edredón.
En el intermedio a la muerte de ella: “...nunca nadie ha visto al viento. Eso decía mi abuela. Eso decía del tiempo...” y el funeral transcurre según la tradición judía. Interrumpido por el Shabat, la pompa mortuoria debe esperar el transcurso de una cena en que poco abundan las lágrimas y se come la carne blanca y la roja, la salsa de pepinillos agrios y el pan trenzado. Las manos de la niña encendiendo una a una las velas de los candelabros de plata.
En ocasiones, la narración de Sabina Berman contagia la impresión de elipsis. La mentalidad aferrada de un viejo que no renuncia al recuerdo de la guerra, la serenidad de Minka o Germaine y los eternos pleitos con su madre. Mas el relato es uno de los pocos terciopelos que aún se acarician. El estilo no cultiva el manierismo o posterior barroquismo, es directo salvo la transmisión de usos extraordinarios para un católico o un protestante. Es pues, también la invitación a conocer de cerca y con sus ingredientes una cena judía y la sumisión que la mujer hebrea debió al hombre.
Así, se convierte igual en velo corrido a usanzas y mitos. El magnífico abuelo leyendo a Mainmónides y Minka echando los ojos atrás después de cada resabio, la hija, progenitora de Sabina, preguntándole a su madre: “¿Cómo es que lo soportas?” Estamos invitados a una muestra de las rupturas de una clase que se refugió en México y comenzó a ser parte del mosaico nacional.