viernes, abril 27, 2007

Sealtiel y sus desiertos del alma



Tañendo mi flauta un amor perdí,
¿haciendo nueva música llegará otro?
Poema Goliardo

El masoquismo más sano no llega a veces con negar la lectura a los ojos... se aferra a describir las desdichas y narrar las preocupaciones que se sienten cuando las pérdidas aún no se dan, pero ya están en los umbrales. Los desiertos del alma, Relato sobre la muerte de mi madre, de Sealtiel Alatriste, es uno de los pocos escritos que cumplen con lo referido por Héctor Azahar para describir al melodrama: un sufrimiento dulcísimo.

Tal parece que la mano de Sealtiel Alatriste acuerda muy bien con el sentimiento y la pluma deja fluir razones y corazonadas. La madre invadida de a poco por el cáncer y los intentos por rehabilitarla. “Perfume de gardenias tiene tu boca” se escucha en el quirófano cuando la primera intervención y una de las enfermeras, por orden del cirujano, apaga de mala gana la radio.

No bastarán la gloria, derrota o psicoanálisis; poesía, prosa o conjeturas para que el escritor justifique el secreto que se guarda. Ese remolino lo envuelve a partir de la verdad (“Mi madre tiene cáncer...) Sirve de poco el análisis mecánico, porque el final conduce a la angustia, porque siempre se retorna al origen. No hay cambios, salvo la empecinación por entender, de alguna u otra manera, que lo escrito es imborrable.

Este es un relato... no hay guión largo, o no se abren “diálogos convencionales”. Esto elimina quizá muchas barreras, porque se entiende la práctica de una lectura ágil y de alusiones. Así, los otros personajes se limitan a colorear el pronóstico de un post-mortem. Su intervención, aún con sus propias desventuras, ayudan a formar el cuerpo donde sólo tienen espacio la fatalidad de un cáncer encontrado a destiempo.

Esta manera de abordar el presagio (y contar una vida a partir de otras), donde el autor incluye opiniones ajenas a él, es a la vez que aliciente, espejo. Parece una constante, un me veré reflejado en lo que sabios y filósofos han dicho de la muerte, como acto y fin. Y esa necesidad de recurrir a la cita, al libro ajeno, no es fórmula de antigua para añorar. Uno recuerda, precisamente, para obtener visiones, para visualizarse en los otros.

¿Dónde está la originalidad si la estructura del relato es la clásica? ¿En contar enfermedades? Vaya, Los desiertos del alma no es de ninguna forma la narración de una historia médica. Menos una emulación a La Montaña Mágica, de Thomas Mann; o a La Peste, de Camus. Porque en aquéllas no se cuentan individualidades, son historias más colectivas. En Sealtiel, la ubicación es la mínima: casa materna, consultorio médico, quirófano, clínica de rehabilitación y fragmentos de vida cotidiana.

Sería arriesgado, sin embargo, aludir que se empleó un método de vista sociológica, de evaluación a nuestra temporalidad frente a la muerte. Hay un miedo a la par de una ilusión. Pero ninguno sana ante lo inevitable.

La brevedad impone economía de imágenes. No hay derroche descriptivo ni fórmulas ampulosas para recalcar angustias y melancolías, variables dependientes del texto. De esta forma, el autor convoca a sus personajes, no hay escenas gratuitas ni puede equipararse a una escritura de regalos divinos, donde los autores se dejan llevar y llegar por cuanta aparición les cruza. Aquí hay desfiles, pero como todos, invocadas a causa y razón específicas. A escena: familia de Mireya, marido, suegra, hijos, amistades y médico como apariciones centelleantes que iluminan mientras acuden.

Esta novela es para afrontar un duelo: “Mi madre murió de cáncer el 2 de octubre de 1983...” rezan las primeras líneas. Y no habrá fuerza que revierta, pero sí esfuerzos que pretenden frenar la agonía muda; aquí está la conjetura de la historia. Sus ejes, los últimos meses durante la vida de Mireya y el cuaderno azul de sus notas personales. Estos servirán para que a la postre, Sealtiel (hijo y autor) recomponga la historia que aún da vueltas en los recovecos de la memoria y los desiertos de la sordidez de un alma retratada.