jueves, abril 26, 2007

Las opciones del teatro

Hace unos dieciséis años, durante el receso a un ensayo, apoyada sobre el respaldo de una butaquería propia de nuestro quinto infierno, mientras Pancho su asistente encendía un cigarrillo ligero, la directora de teatro Selene Ariza me comentaba sobre la dificultad de vivir como artista de tiempo completo. Para la gente como nosotros la vida pinta dura y pareja, me decía y de vez en vez resoplaba sobre la humeante taza que contenía un pésimo brebaje hecho con agua hirviendo y dos cucharadas rasas de Nescafé Ristreto.

No se trataba de una entrevista formal sino de la charla fortuita entre una teatrera que la pensaba en serio y un aprendiz a preguntón. El argumento que esgrimía Ariza era bien simple, si se le miraba con una cierta dosis de condescendencia: era imposible sobrevivir de la artisteada, pues de la charola —pasar el “sombrero” al final de la función— no salía ni siquiera para los vicios menores. ¿Qué harían a la sazón los pobres que estaban apersogados con vicios mayores? Recuerdo el entonces funcional aunque pequeño foro El espacio de la salamandra, donde Selene y un grupo de entusiastas habían montado un teatro al puro estilo sugerido por el loquísimo Grotowski.

Se trataba de un lugar levantado contra viento y neblina: un jacalón de unos siete metros por unos once de fondo. Piso de cemento, paredes y techo estaban edificados con láminas de cartón y las varas de iluminación no eran más que estructuras de “armex” de cuyos anillos de alambrón pendían botes de leche Nido que la hacían de reflectores. ¿Cuáles diablas o fresneles? Nada, un lugarcito bien jodido e improvisado, pero que sirvió, incluso a las mentes que nada lo creen, para hacer uno o dos encuentros nacionales de teatro independiente. Por supuesto que el público de entonces no era muy exigente para las comodidades que hoy suponemos requieren las nalgas y en fin… que actores y espectadores nos la pasábamos bien.

En aquel espacio de la salamandra (siempre ignoré por qué el nombre) llegaron a presentar examen profesional estudiantes de música, teatro, danza y si mal no recuerdo artes plásticas con el espectáculo Calaca, nuestra señora del hueso, del dramaturgo veracruzano, entonces vivo aún, Hugo Argüelles. Quiero entender que para una generación pasada los espacios no importaban en demasía. Todo lugar era bueno. Y por supuesto, en la capital de Veracruz los lujos aún no llegaban a las artes universitarias ni a las artes liberadas del prejuicio que supone la engorrosa burocracia. No teníamos espacios para ricos y pobres, o famosos e ignorados; éramos todos un revoltijo del mismo barro.

Hoy, la rebatinga por los recintos denominados centros culturales es orden del día. ¿Y el público? Ah, ese se la pasa aún mejor en su casa. Digo: si el público potencial que otrora llegamos a tener (me consta, en mi adolescencia fui actor de una compañía que daba funciones en casa del diablo y pese a todo iba la gente) asistía, el problema capital —como los siete pecados— radica en que no somos capaces de arrebatarle la voluntad al telemando de la televisión por cable. ¿Para qué me desplazo si estos mamarrachos saldrán con una jalada que no entienden ni ellos? Es una pregunta que la gente se hace… y con toda la razón.