En 1856 salían a luz “Cuentos de Piazza”, firmados por Herman Melville. De aquel libro fue: un relato exhaustivo, o un cuento largo o quizá una noveleta la historia que sigue cautivando a lectores en todo el mundo y cuya versión en español tenemos gracias a la minuciosa traducción de Jorge Luis Borges (aunque ya no es la única). La historia se llama “Bartleby” y partir de entonces el factor de la duda, de lo inusual e incluso del espejismo, se cuela en el aroma de las vidas que gustamos olfatear en las ficciones.
Aquella historia gravita alrededor de un escribiente llamado Bartleby: “...esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada!” Y ese personaje sólo es conocido para el lector en la medida que la voz del narrador lo va presentando y gracias a un posible efecto de reflejos, aquel desdichado va cobrando presencia en nuestra imaginación. Conforme avanza la narración, el fantasmal ser nos provoca lástima, angustia, exasperación; a pesar que sus únicas palabras no pasan de ser una frase con escasas variaciones: “Preferiría no hacerlo”.
En el breve cuento “¿Espejismo de la psiquiatra Navarro?”, Alberto Carulla sólo existe a través del teléfono, medio por el cual despierta la curiosidad de una mujer entrada en la madurez. No hay muchos datos para hacerse otra idea de Alberto y la psiquiatra es quien va a conformar el argumento a partir de una sola llamada: ¿quién es?, ¿qué quiere? y ¿por qué me eligió a mi? Sin tratarse de un texto de suspenso o con tintes del género negro, el remate de la historia es tan absurdo como inesperado y tras obtener unos cuantos datos, mínimos, la doctora Navarro se percata de la distorsionada forma en que construyó su diagnóstico previo.
Si Alberto Carulla no es Bartleby ¿es la doctora Navarro? El conflicto de los dos personajes surgió partir de una relectura al cuento de Melville; un personaje necesita al otro para que el suceso exista. Alberto y Emilia habían aparecido en un centro comercial, me percaté que una mujer de edad madura contemplaba a un joven que estaba formado para entrar al cine, tras unos quince minutos, aquel entró y ella siguió en su mesa del café. Después de hacer una llamada telefónica, ella pidió su cuenta y se marchó. Hice algunos esbozos rápidos en una servilleta o mejor dicho, preguntas que me ayudarían a no olvidar aquella imagen: ¿Continuarías al teléfono cuando ya sabes que hablas con un desconocido que comienza a platicarte su vida?
La mujer de la plaza comercial vestía con discreta elegancia y por lo visto no fue plantada en la cita del café, porque llevaba una bolsa de almacén y revisaba la boleta de compra cuando “algo” llamó su atención. Mejor dicho “alguien” interrumpió su descanso y la hizo prolongar el café capuchino con sorbos pequeños. Cuando el joven se perdió de vista, ¿ella telefoneó a una amiga? Eso corresponde a la vida y al azar.
Emilia Navarro no podía ser elegante porque un cuento de pocas cuartillas no soporta detalles tan únicos; pero sí podía tratarse de una mujer sofisticada, de mundo, una profesionista exitosa que a pesar de todo gusta sentarse por las noches a ver el noticiero que abre con información de nota policiaca. ¿Dentista? Nadie necesita los servicios profesionales de uno de ellos cuando lo que duele es el alma y no las muelas. Psiquiatra. Sí. Una solitaria psiquiatra a quien la engancha la historia de un desesperado. Dos solos que a pesar de vagar por el mundo, jamás podrían encontrarse.