Encarnación, la sirvienta, me sacó de aquellas cavilaciones al preguntarme si no se me ofrecía algo más. Sólo le pedí que antes de acostarse llenara la tina de mi recámara. Faltaban algunos minutos para las veintitrés me detuve frente a la estantería: en la sección destinada a la poesía debían estar los ejemplares de las obras completas de Rimbaud. En efecto, el anaquel siete custodiaba tres volúmenes de una edición “príncipe” que hacía unos veinte años había comprado en París.
Tomé el volumen dos, dedicado a la poesía y caminé hasta la sección de diccionarios para coger un pequeño Sopena de Francés-Español. Hacía tiempo que no requería de la lengua gala y no estaba muy segura de algunos vocablos.
Sumergida en la tina, encendí las cinco velas con aroma a canela y comencé a leer, más que por encontrarme con el fragmento declamado por Alberto Carulla, con mi juventud. Él era buen pretexto para que yo acudiera al recuerdo de mi ex marido, el filólogo Bernardo de Gracia, un estructuralista brillante que me abandonó cuando el ginecólogo nos dijo que yo era, soy: infértil.
Y ahora, aquí, a mis sesenta y tres, al fin me encuentro con lo recitado por Alberto Carulla: Salud por ella, cada vez/ que cante el gallo francés. ¿Salud porque un despistado de aquella familia está desconcertado por un amor? Mucho refinamiento acudir a una francés del siglo diecinueve cuando a los hombres mexicanos les sobra José Alfredo Jiménez. ¿Qué era la poesía “maldita”? ¿Qué obsesión esta de los jóvenes por los integrantes de la poesía maldita? Pero no acuden a ellos por la belleza de las palabras sino por la fúnebre leyenda que los reviste: sexo y todas las enfermedades venéreas de su tiempo, alcoholismo, adicción al opio y obviamente el deseo por la muerte. Charles Baudelaire, el conde de Lautrémont —un americano, uruguayo— y la ralea de su tiempo anteponiendo a la copa el colador de plata en el que colocaban un terrón de azúcar y después vertían sendos chorros de licor de ajenjo, mejor conocido por ellos como el “hada verde” (por el color verde oscuro). Y los tóxicos al cerebro, para inundarlos de aquella locura en la cual escribieron.
Siempre me quedaré intrigada por lo que pudo ocurrir en las cita de las diecinueve treinta, con Alberto Carulla. No tenía otros pacientes qué atender y a mi consultorio llevé el volumen dos para seguir adentrándome en el tema y para entonces ya no me quedaba duda que mi telefónico “aquejado” no era un gran lector de los malditos. La conclusión era simple, el verso de Rimbaud que él me había recitado era uno de los más citados en los textos de acceso común, incluso en la Internet. Estaba segura que ese pobre ni siquiera tenía conocimiento del título de aquella poesía; aunque su pronunciación francesa era casi impecable. ¿Tendría un paciente con desfaces de personalidad? Quizá eso lo pensaba antes de percatarme que nunca llegaría a consulta, pero no descarte primero un diagnóstico psicológico.
Cuando llegó la hora de mi copa de Oporto, el telediario local me sorprendió con una noticia: se estimaba que hacia la media mañana de hoy en un cuarto de hotel de paso, Alberto Carulla, profesor de español de una preparatoria de monjas, había ingerido veneno junto con una de sus jóvenes alumnas. No había recados póstumos y la identidad de la chica se protegía a petición de su familia.
Me quedé muda. No era la primera vez que un profesor, atribulado, contrataba mis servicios para contarme de sus aventuras sexuales con jovencitas alumnas. Pero eso siempre ocurría a los veinte años de lo sucedido, cuando generalmente ellos eran citados por ellas, sólo para enfrentar el señalamiento de un pasado que marca para toda la vida. Pero si Carulla era profesor de español, tal vez era cierto lo del poema de la “amiga”. ¿Estaba expuesto a un chantaje, enfrentamiento de la joven amante con el fauno que hace de profesor, venganza, una chiquillada?
Aún pienso que todo suicidio es impulsivo, pero ese par eligió la verdadera tragedia: un hotel de quinta, raticida, la desnudez de sus cuerpos y un libro titulado “Cien poemas de soledad”, edición bilingüe.
Foto: Priscila Rodríguez