lunes, enero 08, 2007

Teléfono con la psiquiatra (2)


Estaba desconcertada y entonces respondí algo así como: “Alberto, a usted le soy familiar, por lo que me dice. Déjeme recordar, pero jamás he sido maestra de ningún Carulla”.
—¿Me puede escuchar?— preguntó el joven.
—Por supuesto— respondí sin más. Y oí algo parecido a una ópera como telón de fondo, el ruido de papeles y un tercer chasquido acompañado de una profunda aspiración que me indicó estaba hablando con un fumador empedernido. En lo que sucedía la pausa, que sin duda se prolongaría como la anterior, toqué un interruptor y Gloria, mi asistente apareció en el acto. Le indiqué que podía retirarse, pues aunque eran las diecisiete horas ya no tenía agendado a ningún paciente.
—¿Doctora?— sonó la voz.
—Le escucho.
—Perdone, hace casi dos días que no duermo. Gracias, escuche: No quisiera averiguar qué día es hoy/ ni tan sólo conocer/ mi vigilia maniática y tu sueño hondo/ encontrarme y encontrarte sería hermoso/ pues tú, vestida de primavera, tu rostro limpio,/ yo, vaciando cenizas, mis ojeras negras...

Después escuché algunos sollozos. La respiración entrecortada. ¿Era la llamada para escuchar la confesión de un mal de amores?
—¿Alberto, en qué le puedo ayudar?— requerí.
—Es un poema, doctora. ¿Sabe quién lo escribió?
—Poco sé de poesía y a quien leo es a Rimbaud— comenté, por citar a un nombre. Sonó una risa.
—¿Arthur Rimbaud? Claro, los malditos: Salut à lui, chaque fois / Que chante le coq gaulois.
—Es un poema muy bello y a diferencia suya, no tengo la memoria ni la sensibilidad a flor de piel— expliqué. Pero la “broma” ya estaba muy dilatada y la confesión tardaba en llegar. Es típico que muchos pacientes antes de visitar al psiquiatra, la primera vez llaman por teléfono. Quizá aún parecemos médicos prohibidos o en los directorios telefónicos se nos ve como los dictaminadores del uso de “camisas de fuerza” y encierros en hospitales para enfermos mentales.
—El poema que leí es de una amiga. ¿Me daría una cita?
—Mañana podré atenderlo,— titubee. Si Alberto no era el del problema, ¿había recibido una poesía escrita con evidente dedicatoria? Los casos de duelos jamás me han divertido, la sanación es muy lenta y el paciente no quiere aceptar lo irremediable. “Ay, el juramento de Hipócrates”, pensé mientras buscaba mi agenda: —¿le parece bien a las diecinueve con treinta?
—Perfecto. Gracias. Hasta mañana— y colgó.

Quedé incierta. En mi vida profesional había observado de todo, pero esto jamás lo esperaba: una llamada así, una confesión telefónica y un espíritu en la gravedad de la duda, si es que era verdad que Alberto Carulla era autor del poema y la “amiga” era parte de una imaginación desbordada. Mitomanía, fue mi primer diagnóstico y a un lado de su nombre, en la tarjeta, escribí: “Probable depresión media. Toxicomanía. Requiere somníferos”.

Mientras bebía la copa de Oporto con la que habitualmente cierro mis cenas, me decidí por sentarme en el sofá del estudio y ver el noticiero del telediario. Lo cotidiano: asaltos, secuestros, discursos de políticos imbéciles y la voz de los intelectuales recetando fórmulas para la felicidad. Acaso cambiaban los nombres, pero en el fondo el mundo del caos era el mismo.