viernes, enero 05, 2007

Teléfono con la psiquiatra Navarro




(fragmento)

Mi asistente interrumpió por tercera ocasión la entrevista con la paciente:
—Doctora, ya le dije que está en consulta, pero este joven insiste, dice que es urgente. Y por la voz, creo que está muy tomado. ¿Bloqueo la línea?
—No— dije. —Pida sus datos y asegúrele que en media hora telefoneo. Ah, indíquele que por lo menos beba agua.
—Está bien— respondió ella.
Proseguí con la entrevista no sin antes intercambiar algunas impresiones con la mujer que sollozaba en el otro extremo del consultorio. Terminada la cita pedí a mi asistente la tarjeta donde estaba el recado. A solas leí los dígitos del teléfono. Por la numeración se trataba de un domicilio ubicado en la zona vieja de la ciudad, barrios venidos a menos por la modernidad de los fraccionamientos. Sin lugar a dudas me habían llamado desde una de aquellas casonas de paredes altísimas y portones de cedro y herrería. El nombre, “Alberto”, no me decía nada; pero el apellido, “Carulla”, me hizo cavilar. A pesar de la inmensa ciudad, no era un nombre corriente. Tenía amistades Carulla, unos gallegos que al triunfo de la segunda República española emigraron a buscar la fortuna en América y tras mucho probar domicilios vinieron a residir aquí, donde hicieron un patrimonio respetable. ¿Este “Alberto” sería hijo del restaurador Elfego, o acaso vástago de Apolinar, el mueblero? Descarté al hermano mayor, Teódulo, porque su suicidio había sido una de las noticias más sonadas, cuando tras un quiebre financiero de la bolsa decidió disparar en su sien y dejó en la orfandad a tres hijas: Camila, Aranzazú y Ofelia. Quizá el nieto de alguno de los tres. Bueno, con sólo digitar ocho números saldría de toda incógnita.
Sonó el quinto timbrazo y estuve a punto de colgar cuando una voz prepotente tronaba desde el otro lado:
—Hable— expresó con aspereza.
—Soy la doctora Ana Emilia Navarro, quiero hablar con Alberto.
—Espere— ordenó tronante.
—Hola— dije cuando comprobé que habían transcurrido no menos de siete minutos.
—Ya estoy aquí, espere, estoy buscando unos papeles— dijo el hombre que me contestó.
—¿Alberto... Carulla?
—Sí, doctora— y hasta ese momento noté en la voz una profunda intoxicación. Estaba a punto de colgar, indignada, porque no descarté una broma de pésimo gusto, pero de repente, la voz sonó transparente, afinada, con un tono de educación y tersura; de la torpeza de las primeras palabras sucedió un sonido coherente: —Soy Alberto, sobrino de Aranzazú.
—Ya entiendo, ella es muy amiga mía. ¿En qué le puedo servir?— añadí correspondiendo a la amabilidad.
—Sé que presentarse así, por teléfono, pues no es conveniente para nadie y menos aún con una de las mejores siquiatras de la ciudad. Pero el caso es que yo sí la conozco, usted es catedrática de Filosofía de la ciencia, en la facultad de Filosofía. ¿Cierto?
Interponiéndome al desconcierto respondí: —En efecto, allí doy clases...