A Víctor Gustavo y Gilberto, mis primos.
El mar no se me antoja más triste que en la tele, como dice la canción de Joaquín Sabina. Hace un frío de los demonios o los abrigos y las bufandas, no hice lista de “buenos propósitos” y un libro sobre historia del virreinato se quedó tan intacto como desde octubre en que lo compré. Y es que llega un momento en que es preferible apurar los escasos compromisos laborales y encerrarse a limpiar la mesa de trabajo que cumplir los “pendientes” del año viejo. Pero claro, para no pasarme la fecha como aquellos que se echan en cara sus imposibilidades, saqué de mis lecturas por hacer una novela del escritor chino Dai Sijie, con una impecable traducción de Manuel Serrat Crespo. “Balzac y la joven costurera china” se titula y me entregué a uno de los tantos regalos que el arquitecto Luis Francisco Hernández me hizo en noviembre pasado, con motivo de mi cumpleaños.
Como estreno gafas —o “lupas”— exclusivas para lectura, la historia de Dai Sijie me pareció rápida, amena y envidiable. Es uno de esos libros que uno termina con el sentimiento de “¿por qué jamás se me ocurrió a mí?”. Bueno, no me correspondió la China que el autor narra y menos aún su juventud y por si fuera poco, se trata de una ficción y no de libros de historia; motivo que nos lleva a pensar que el autor se inventó una buena parte, ya cuando vivía en París. Pero estos autores raros me jalan tanto como las novelas de un escritor que recién descubrí, Vikram Seth y me remiten a las excentricidades de las pesadas estructuras de Milan Kundera, no por ello menos geniales (un dato curioso, la primera novela que leía de Kundera —La insoportable levedad del ser— la terminé por allá de 1993 a las siete de la mañana, sentado en las baldosas del atrio de la catedral de México, cuando mis compañeros de viaje me corrieron del cuartucho del hotel, porque ya los tenía hartos).
Pero enero uno me amaneció frugal y flemático. Y es que tampoco me agradan tanto las fiestas y a las reuniones de familia les reservo sólo fechas muy sobrias como las bodas o los funerales de asistencia obligatoria. En lo que sobra, me la paso bien mirando las paredes de mi estudio, el cuaderno de notas y la promesa de que seguiré leyendo; me agrada más ver los libros sin leer que aquellos donde alguna vez mis ojos miopes y astigmáticos ya hicieron de cuenta de que todo lo narrado es cierto. Y es que no pienso en las nubes rosas de París veraniego o el gigantesco incensario de Santiago de Compostela; sólo imagino lo que no existe y está por descubrirse.
A mitad de la tarde camino mi acostumbrado periplo céntrico por mi ciudad y el teléfono portátil vibra. La pantalla avisa que se trata de un número desconocido. Contesto. Es Víctor Gustavo y luego de escuchar mi: “Sí, diga” me responde: “Primo, ¿dónde chingados andas? Te estamos esperando”. Pude haber cortado la llamada, pero escuchar la voz del niño convertido en hombre pero a quien fui a conocer hace casi veinte años, cuando yo tenía sólo once, me hizo volver al mundo. Me aguardaban a la salida de un café, friolentos y tímidos los adolescentes que también fui, la historia que abofetea la cara. Y me dije que ningún libro sirve cuando la promesa de la vida está a flor de piel.