Quien ha vivido los estragos y por consecuencia, los horrores que deja un temblor, pues entenderá que cualquier movimiento terrestre inquieta a la especie animal, sobre todo a la que se alza sobre sus dos patas (y pondré “pies” para aquellos no-evolucionistas o bien, los que se creen herederos de los jueguitos de manitas calientes entre Adán y Eva lueguito después que Yahvé le cercenara una costilla a su hombre de barro).
Nuestro imaginario y nuestra realidad están colmados de miedos y escenas dantescas cuando la zona que siempre creemos firme, el suelo: tiembla. Y bien, el país tiene zonas sísmicas delimitadas, pero en ciudades donde sentir un “temblor” no es parte del pan de todos los días, pues cuando llega a ocurrir, se convierte en la novedad. Aunque no faltarán los despistados o los inquietos, quienes por vivir en Babia o porque siempre andan con la jiribilla en el cuerpo, no se dan por aludidos de los estiramientos y acomodos de nuestra tan maltrecha Madre Tierra. Aunque no se crea, hay quien afirma que las personas que no sienten los temblores es porque viven en “gracia de Dios” —a ver, detengámonos: ¿dios los ve con ‘gracia’ o son tipos que se pasan la vida haciendo cosas estúpidas con tal de divertirlo?— o bien porque no tienen que esconder sus amores.
De aquí se desprende la pregunta, ¿usted sintió el temblor de ayer? (“…se registró un sismo de 5.2 grados en la escala de Richter que provocó alarma entre los habitantes del sur de Tamaulipas y norte de Veracruz”) Yo le voy a ser franco, me enteré, pero no lo sentí. Entonces, caminaba por la céntrica, caótica y jalapeña calle de Lucio mientras, como buen obstinado, me iba preguntando si tendré amante, si divierto a dios con tantas estupideces o si dios ya tomó en cuenta los años que fui monaguillo y por un gesto de misericordia me borró los pecados. En esas iba, además de platicar con unos amigos, cuando una dijo: “Otra manifestación”. Efectivamente, un tropel caminaba hacia la plaza central de la ciudad capital, pero no calzaban huaraches ni llevaban pancartas, más bien, se miraban, de lejos: bien catrines.
Bastaron unos doscientos metros para llegar al ombligo donde se gestaba el escándalo. Eran los empleados que despachan en el hormiguero llamado Instituto de Pensiones del Estado y que en ese momento, evacuaban el inmueble. Los aterró el temblor. Caramba, cientos de burócratas que “sí sintieron el temblor”. Por supuesto, era más que claro, por eso atienden tan mal a los desafortunados que tienen que acudir a Pensiones para tramitar algo y recitar su clásico aquí-no-le-resolvemos-pásese-a-la-ventanilla-de-junto. Con tan mala cara en la vida, pues deben tener sus amoríos escondidos o hacer rutinas tan poco estupendas que jamás divertirán a dios.
Ya no me quedé a enterarme cómo resolvieron el problema. Mientras caminábamos por allí, ya algunos tipos decían a través de altavoces: “Calma, compañeros, calma; vayamos en orden hacia la plaza Lerdo”. Los catrines y las catrinas, sin orden y echando madres a la suerte del arquitecto que diseñó el edificio de Pensiones, fueron hacia donde les indicaban. Lo último que pensé sobre el tema fue que ¿cómo le harían para checar sus tarjetas de salida, ellos tan disciplinados, tan de horario y tan guapos? Pero qué de agobios por un temblor.