Una imagen dice más que mil palabras. Esa frase, casi propiedad del refranero contemporáneo, la afirmaba el implacable profesor Cruz Teísta en su clase de “Introducción al sistema del pensamiento informativo en México” allá por los primeros años de mi intentona universitaria en los derroteros del periodismo escrito. El objetivo de nuestro mentor era desaprender las teorías —chocantes y pasmosas de la sociología de entonces— y adentrarnos en el campo de la crítica social que, a su juicio, sólo tenían por única vía a la caricatura de corte político. Nos decía que escribir “el globo” que acompaña a la caricatura era un arte tan preciso como lograr el artículo de opinión perfecto; que para él tenía que ser con el mínimo de adjetivos calificativos, un dardo cargado sin el veneno del adorno retórico pero lanzado justo al corazón y a la mente del lector que también sabe visualizar.
Un arte que, comentaba, se debe a que vivimos en un país de pocos lectores y es más sencillo grabarse en la mente un mensaje que va acompañado de gráficos, que leer una enfadosa disquisición firmada por un historiador o peor aún, por un escritor. “Los monólogos déjenlos para el teatro” bromeaba mientras sorbía tres largas caladas a un cigarrillo sin filtro. Continuaba: “hacer periodismo es un ejercicio de rapidez, manual e intelectual, y si ustedes son de los que deben pensar una nota, terminarán de editorialistas y profesores de universidad, pero nunca de buenos reporteros”. El curso que impartía Teísta se nos fue en analizar únicamente las caricaturas más influyentes desde las publicadas en el periódico Regeneración hasta los medios impresos del México actual. Que yo sepa, ninguno de sus alumnos terminamos ejerciendo la caricatura.
El problema no era ser buenos, regulares, segundones o pésimos dibujantes. El lío, visto con doce años a la distancia, era que para lograr ese dardo con la palabra hubiera sido imposible, pues jamás nos explicaron el concepto de abstracción, de que un buen caricaturista posee tanta información de su espacio y contexto como el más hábil de los reporteros. Si yo dibujo a un gobernante, pues no se trata de copiarlo con fidelidad sino de remarcar los defectos o los escasos tinos de su gestión que se conjuguen en: texto (globo) e imagen. Apuesto a que se trata de una habilidad y un oficio capaz de sorprendernos siempre. La nota o el percance del día, en unos cuantos segundos que requieren de la mínima lectura y visualización.
¿Se trata de un chisme bien dicho, divulgado, o de una verdadera abstracción? ¿Quién otorga la pauta a la caricatura del día: el editor en jefe, el caricaturista o la nota que se lleva la primera plana? Cuando trabajaba como remedo de editorialista para otro medio, me tocó estar en el despacho del director cuando el caricaturista llegó. Se limitó a saludar y preguntar enseguida de qué se trataba el “asunto” y aquel tipo, cigarro puro en labios y sonrisa maquiavélica le dijo así: “Madréame a los de Turismo”. Al otro día el golpeteo estaba a la orden. Meses después, un asesor de aquel medio convenció de la necesidad de incluir a intelectuales en la sección editorial; algunos de mis profesores universitarios comenzaron a colaborar. El caricaturista llegó al despacho y le dieron a leer un breve ensayo sobre la democracia, salió. Veinte minutos después regresó y dijo: “No entiendo ni madres, pásame algo escrito en español y sin tantos nombres raros”.
Luego de diez minutos, la caricatura estaba resuelta. El habilidoso dibujante fue más certero en promover su aumento de sueldo que yo en convencer a la empresa para adquirir el entonces costosísimo diccionario de términos políticos y de gobierno, coordinado por el italiano Sartori.
Como suelo decir a mis alumnos cuando me salen con una pregunta dominguera que a decir de mi difunto abuelo me “cae en pandorga”: Miren ustedes, como se repite en la conseja popular, “cada maestrito, con su librito”.