En un mundo de la felicidad del siglo XXI los hombres y mujeres que a veces nos ocupamos de vivir entre aulas y libros, que nos admiramos de la belleza en la campiña, de las puestas de sol en el mar, de un poema de Quevedo y que consideramos el beber una copa de Oporto como una de las dádivas que proporciona la existencia... a esos, el dolor, cuando nos llega, es igual de terrible. A semejanza de las heridas en carne propia, las que se esconden en el alma, dejan cicatrices difíciles de borrar. Dice un texto de Paula Casetta: “porque al lado de cada uno hay otro que sufre más dolor”. Es verdad.
Decía García Lorca que “por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero”. Y Manuel Fierro se preguntaba en los Cuadernos de Nueva York: “¿Sabéis que estoy a punto de derramar tres lágrimas?” y la pregunta que está vacilando, que se percibe en el aire es ¿por qué la barbarie? Porque desde que Platón se cuestionaba en La república la manera de gobernar a los hombres, San Agustín, siglos más tarde, en La ciudad de Dios también caía en el cuestionamiento que después retomarían Tomás Moro, con la Utopía... y Sartori, Habermas, Gadamer... y la lista interminable de pensadores que han pretendido explicarnos los acontecimientos sociales para darnos las razones del odio, de la diferencia, miseria, exclusión, locura y muerte.
Aldous Huxley retoma las utopías y en 1932 publica su célebre novela Un mundo feliz. Nunca se entera el lector de la fecha pronosticada, pues únicamente se sabe que acontece en la era de Ford, donde hombres y mujeres que viven en el control absoluto no son engendrados sino creados (¿a qué me recuerdan estas últimas palabras?). Con semejanza a lo que decía Platón en el mito de los hombres de metal, allí los ciudadanos se clasifican por las letras del alfabeto griego y su distintivo es el físico y el color de sus ropas. Pero todas las clases sociales acuden al soma como la droga perfecta: hace los efectos del alcohol y otras sustancias, pero sin las consecuencias. Los habitantes del mundo ideado por Huxley, la mayoría, están condicionados para inhibir sus emociones en lo absoluto y se les prohíbe la soledad... su vida gira en torno a la comunidad y el sexo como recreación... “todo el mundo era feliz y que nadie estaba nunca triste ni colérico, y que cada uno pertenecía a todos los demás...” capítulo 8.
Las razones que uno de los personajes muestra a un salvaje que sabe de memoria las obras de Shakespeare es que: “Se trastornaría todo el orden social si los hombres se pusiesen a hacer cosas por su cuenta y riesgo”, pero el tipo no quería la civilización perfecta sino: “...a Dios, quiero la poesía, quiero el verdadero riesgo, quiero la libertad, quiero la bondad. Quiero el pecado”, capítulo 17.
Aún no tenemos soma pero bebemos con el café de la mañana la dosis de prozac. A diferencia de los personajes de Huxley en la era fordiana, en nuestro 2004 era cristiana, aún dependemos del odio para que exista el amor, condición humana, naturaleza que ordena y manda.