A Javier Ortíz
Siglo XIII europeo. Está a punto de terminar la Edad Media. Italia (el país que ahora conocemos como tal) cuenta con el mayor número de ciudades. Los núcleos más poblados eran Milán y Venecia, con noventa mil habitantes; en Firenze habitan unos sesenta mil; en Roma, treinta mil. Los negocios ciudadanos van unidos a una nueva mentalidad y comienza allí la bullicia del comercio, el dinero y la cultura. Nace el concepto de la ciudad-estado. Florencia ya es divina en su Trecento, hay tres nombres asociados a su gloria literaria: Dante Alighieri, Petrarca y Boccaccio.
Imprenta, fin del imperio Bizantino y descubrimiento de América, fueron tres acontecimientos que cimbraron a los europeos ilustrados, quienes trastocaron el orden y fundaron una nueva forma de pensar y de interpretar al orbe.
La “galaxia Gutemberg” apenas comenzaba a dominar ese nuevo mundo. Los libros impresos antes de 1500 y que hasta la fecha son denominados como “incunables”, apenas se comienzan a extender por una población que considera a la lectura (no aprendían tanto a escribir) como la nueva moda imperante. Se mencionan la existencia de métodos que aseguraban enseñar a leer en veinticuatro horas. Pues bien, de aquellos incunables, de los que se conservan, cerca de la mitad son de contenido religioso; poco más de un tercio, literatura; alrededor de un décimo, leyes; un poco menos, la ciencia o pseudo ciencia.
Italia. Quattrocento y Cinquecento. Durante el Renacimiento, Florencia era la ciudad de la “eloquentia”, un término más cercano a: “quasi in unum corpus, convenerunt scientitae omnes” (como en un solo cuerpo, se reunieron todas la ciencias), según un oscuro personaje de la época, Giovanni Tortelli. Francisco Sforza instala en su palacio a algunos sabios que han escapado a Italia tras la caída de Bizancio. La industria de la lana sustentaba entonces a las artes y las letras, actividad que seguiría durante mucho tiempo. Brunelleschi construye la catedral de Santa María del Fiore, en 1423, tras pugnar con sus rivales, obtiene poderes como “inventore e governatore della cupola maggiore”, pero se niega a explicar sus planes antes de conseguir el encargo, para que nadie pudiera imitarlo.
El 22 de junio de 1527, murió Niccoló Machiavelli, que tenía cincuenta y ocho años de edad y se trataba de un hombre que había caído en el fracaso político. Aún no sabía que su nombre sería un concepto de algo siniestro: “maquiavélico”. Mucho antes de ese año, enredado en lío público y acusado de traición, fue desterrado apenas a media legua de Florencia, su ciudad natal, se dedicaba a jugar con la gente del pueblo, a leer y a escribir. Lo dice en una carta fechada en diciembre de 1513…
“Me estoy en la aldea… Me levanto por la mañana con el sol y me voy a un bosque mío que hago talar [ cuida de sus negocios ]… Al marcharme del bosque voy a una fuente, y desde allí a un bosquecillo de pájaros; llevo bajo el brazo un libro, o Dante, o Petrarca, o uno de esos poetas menores, como Tibulio Ovidio… Luego me voy al camino, a la taberna, hablo con los que pasan, oigo cosas variadas y me fijo en diversos gustos y diversas fantasías de los hombres... [Va a comer a su casa y regresa a la taberna ] me echo a perder del todo jugando a la cricca… se arman mil peleas e infinitas ofensas… enredado entre estos piojosos, quito el moho a los sesos y desahogo la malignidad de mi suerte...”
La carta fue escrita a finales del mismo año en que a Maquiavelo le lleva seis meses escribir un tratado que aún no conoce el descuido de los grandes lectores y los políticos preparados: El príncipe. Una obra que ha recibido alabanzas y muestras de rechazo, quizá por su ambigüedad, por su descaro. En uno de los capítulos espeta una frase contundente, dice que el dilema es que los hombres “si debbono vezzeggiare o spegnere” (“se deben mimar o extinguir”) y en otro: “tutti e´ profeti armati vinsono, e li disarmati ruinorono” (“todos los profetas armados vencieron, y los desarmados fracasaron”).
Hoy hace 480 años de la muerte del autor de Il principe.