Es un predio de más de treinta hectáreas que hace treinta años, estaba más que a las afueras de Xalapa y entonces no interesaba si un hombre, machete y hacha en mano, derribaba un encino para hacer leña y aprovechar aquellos recursos naturales. Si ese mismo tipo advertía la presencia de una serpiente coralillo y con la punta del machete, de un tajo, le cercenaba la cabeza, pues tampoco había problema. El lío se debe al desordenado crecimiento de las ciudades, los contratos millonarios que autorizan a erigir fraccionamientos o colonias populares en zonas que deben estar protegidas y a la manga ancha y cabeza dura de los “riquis” que seguramente prefieren respirar en la campiña francesa y por eso les debe importar un soberanísimo carajo terminar con los espacios que ahora, treinta años después, son las áreas verdes de una ciudad que ha servido de base para que ellos, los indolentes, amasen sus aparentes fortunas.
Pero es que sí, viéndolo con mayor calma y a favor del progreso, hay que echar cimiento y cemento, que un dinero de más jamás le va mal a ninguna bolsa. No importa que los pocos manantiales que quedan en la zona de Xalapa estén contaminados con caca, para eso las plantas purificadoras dan trabajo a los aguadores del siglo XXI mexicano, que por las calles se dejan andar con el pregón: “Agua” y caminan muy atildaditos con su faja bien puesta. Total, el día que Dios y el Diablo nos vuelvan a jugar a los dados, como lo hicieron con el inocente de Job, y digan: “Quitemos el agua a estos infelices, a ver si te siguen alabando” pues tendremos que hervirla a unos trescientos grados centígrados, para que se mueran bien los gusanitos y los efectos que pueda causar nuestra mierda.
Y es que uno debe tener absoluto derecho para hacer y deshacer con los bienes privados. Si es “mío” no tengo que pensar en ti, aunque te haga daño. Porque si a ignorar al de junto vamos, pues mañana retaremos a ver qué tanto decibeles nos aguantan los oídos y el vecino ponga su “cumbia” a todo volumen, que total, ya ni molestará, porque entre la “salsa” del de junto y el “hip-hop” del otro, pues ni siquiera escucharemos. Y bien, a quien le moleste el escándalo, pues que se largue al monte y se busque una cueva, se deje crecer la barba y por la noche salga a mirar las estrellas, que de vez en vez, iremos como peregrinos a preguntarle si los astros nos deparan algo mejor.
Si hay una acción que lacera al resto de la ciudadanía, pues no hagamos sangre. El único “pecado” (si es que lo deseamos ver con tintes religiosos) de los que ahora vemos como depredadores, es que tienen mucho terreno y claro, lo que hagan, será más visible. Porque si de ecologistas nos ponemos, habrá que comenzar los borradores de unas ley donde condenemos a las abuelas, esas brujas que aún gozan de casas con patio y traspatio y que envenenan a las hormigas para que los bichos no terminen con sus rosales. Cuando esta ley se apruebe, agradeceremos cualquier delación: “Ey, pst, la abuela mandó derribar cinco hojas de la mata de plátano, porque va a preparar tamales”. Y nada de gimoteos, cárcel.
Y ya entrados y con garrote en mano —que para que al homo sapiens le salga su parte de orangután no tenemos que retroceder millones de años— pues apedrearemos a las mujeres que, sentadas en las banquetas, venden hongos silvestres… lea bien: “silvestres”, quiere decir que las muy desconsideradas han arrancado algo del vientre de la madre Naturaleza. A ver, ¿por qué la ley no es pareja? ¿En qué difiere la abuela que tiene derecho a envenenar a las hormigas de su jardín, la vendedora que vende el fruto de su recolección y el milloneta que va a desmadrar un bosque para construir un fraccionamiento? Por Dios, hay cosas más importantes en la vida, como por ejemplo, distribuir copias de los DVD que alertan sobre el cambio climático.