No se trataba de “Rodolfo el reno”, aunque tenía la nariz muy enrojecida y es raro, porque según me explicaba un ingeniero químico que de unas décadas a la fecha el método para destilar alcoholes ha cambiado y sólo por eso, la imagen del borrachín con las mejillas y la nariz rojas se ha desterrado del imaginario. Pero este parroquiano sí tenía aquellas características y además, pude constatarlo al cabo de unos minutos, se llamaba Rodolfo, aunque su camarada le decía: “Ora, pinche Gordolfo”.
Los pasajeros del asiento trasero del taxi llegaron antes que yo. Pero el asunto fue así: vi estacionado un auto de alquiler a las afueras de un bar y aproveché para acercarme al conductor y preguntar si quedaba libre. Entonces Gordolfo, como si fuera patrón, me indicó que me subiera, que “ellos” me llevaban hasta el fin del mundo, si se me apetecía, claro; también si pagaba lo que costara el viaje, me dije. Esperamos poco más de ocho minutos y al fin apareció el amigo del simpático y rubicundo para indicarle que el ambiente de ese bar estaba muy desanimado, que las muchachas estaban muy feas y que se veía que la botana sólo eran cacalas con salsa. Impensable que allí siguieran la fiesta. Supuse yo que estaban festejando el trabajo de parto de la virgen María o el cumpleaños de alguno de ellos. Iba a dejar mi lugar del asiento delantero para sortear otro taxi cuando recordé que más vale maña que tiempo perdido: “¿Vas a escribir tu columna de mañana sobre la importancia o la impertinencia de
Entonces acepté hacer de copiloto del complaciente taxista. Ya con el auto en marcha les corroboró: “Les dije, carnalitos, todas las pinches cantinas donde se pone bueno [el ambiente, la fiesta], están cerradas. ¿Qué se pensarán los dueños?” De la convulsa avenida Lázaro Cárdenas partimos rumbo a la zona de Los Sauces y en ese peregrinaje comprobé que Gordolfo era el personaje tacaño de aquel par. La discusión comenzó porque no se ponían de acuerdo en quién iba a pagar la suma que comenzaba a generar la búsqueda de sitios donde pudieran ver “peluches” y echarse unas “cubas”. Los dos arrastraban las erres, las íes y el diccionario completo, pero al fin acordaron que Gordolfo iba a pagar los rones mientras que el otro se ponía a mano con el chofer, quien gracias a la negociación hasta se quedó con un excedente de cinco pesos, pero esto motivó otro pleito. “¿Tienes mucho dinero, cabrón?” preguntó el gordo, “No seas desconsiderado con el señor, ¿no ves que nos está ayudando a buscar la cantina?”. Pero el otro insistía: “¿Para que le regalas cinco pesos? Ni a mí me has regalado nada en tu vida y a él le das dinero”. El coloquio prometía sabrosas florituras verbales, pero llegamos al destino.
La cantina anhelada, la dulzura del ron deshaciéndose entre sus lenguas se trataba de una pesadilla. Estaba cerrada. Hasta yo, que sólo viajaba en calidad de testigo, me uní al colectivo: “No chinguen, eso no hace dos días antes de
Gordolfo dejó escapar un grito al que siguió un salto. “Manito, llévanos aquí a la vuelta, ahí está
Y así fue: “Señor, usted que es tan amable, llévenos a