viernes, diciembre 11, 2009

El celofán que guarda caramelos en forma de palabras

Texto leído en la presentación del poemario
El alma de la caña, de Lilia Ramírez.
Ágora de la Ciudad. Xalapa. Diciembre 10.


Hay imágenes que rondan cada vez que alguien me hace pensar en el celofán. Una de ellas es muy tierna porque deseo ver a una pequeña que tal vez se llama Almudena y que está emocionada porque alguien, después de un largo viaje, le ha llevado como recuerdo una caja de chocolates. Almudena no espera la manera correcta de abrirlos, entre su deseo y el tesoro, hay una lámina convertida en película y entonces, sus dientecillos maltrechos de la mudanza colectiva de los siete años apenas si rasgan y en cuestión de segundos, en la boca de la pequeña se deshacen pedacitos de granos de café y esa peligrosa lava negra que se cultiva en la isla de Java, donde los gourmets me han contado que se cultiva el mejor chocolate del mundo…

Celofán. Es una palabra con tantos significados como se busquen y que permite juegos y que incluso, es laberinto. Todos los que compramos libros, en el fondo, tenemos algo de la pequeña Almudena. Quizá con un diente menos o con más caries que en otros tiempos, mordemos a veces con poca y a veces con mucha precaución esa película que nos hace distancia para con los bocados o los sabores o los aromas o las evocaciones o la sabiduría o la belleza que hay en cada página.

¿Quién de nosotros no ha perdido minutos completos de su vida por culpa de un celofán? Si el papel corta, hiere; esa delgada voluntad del papel, o finísima alma de la caña, ese aliento, nos embelesa. Se trata de algo extraordinario el hecho de que las cosas divinas pasen a manos de los seres humanos. Y ahora pienso en una mujer que lo quiere abarcar todo y una caja parecida al tesoro de la pequeña Almudena, ella puso caramelos, envueltos cada uno a mano, como lo indica la mejor tradición. Me percato que son artesanías, un caramelo-poema no es idéntico al otro, es una excusa para la vida, para la pasión y el amor.

La veracruzana Lilia Ramírez hace de su poemario “El alma de la caña” un catálogo de las pretensiones humanas… allí donde los pechos son firmes como la tierra que anhelan los marineros, igual se lastima por la nueva forma de Dios que llega desde la Hispania, pero también advierte que en las cosas más simples hay: “parvada de letras negras en la carretera.”

Alquimista de palabras que conducen a las formas, Lilia Ramírez conoce los secretos de los milagros, sabe de los símbolos de la tabla periódica y que con la exacta mezcla de ellos, se explica el mundo. Es algo que admiro de los hombres y de las mujeres que dedican su vida la ciencia: el sobrio entendimiento. Y por eso, cuando ella nos regresa esa complicada tarea de construir o destruir el mundo, la vida, cuando nos lo coloca en forma de palabras, se trata en verdad de esas otras fórmulas exactas que sirven para comprendernos.

Los poemas de “El alma de la caña” no son espejos y como su autora ha sabido hacerlo, se trata en verdad del celofán que cubre con pasión ese delicado susurro de la vida. Para eso sirve la poesía, para que aprendamos a vivir consiguiendo la belleza que cada vez más parece restringirse a los libros. Ustedes me han convidado para hablar de un libro de poesía y pienso que sin las metáforas, que sin las imágenes, que sin la música, es cada vez más complicado encontrar la belleza.

Y por conseguir la belleza, ya no se deben echar las campanas a repique cuando se publica un libro de poemas. Sería desastroso que el bendito ruido de los badajos que golpean el bronce se confunda con la inmundicia ciudadana a la que nos acostumbramos y permitimos cada vez más. Campanas ya no porque su música se ahoga entre los cláxones, se pierde con las voces de los manifestantes que fueron defraudados, con el de las madres que perdieron a sus hijas, con el grito doloroso de las familias que conforman esa multitud que trashuma en busca de mejores oportunidades para llevar una existencia digna.

Las palabras de Lilia Ramírez son para el disfrute de la soledad compartida, como bien lo anota: “…sentarme a la orilla de tu cama, platicarte historias y ver tus ojos brillantes e inquietos queriendo saberlo todo.” Lilia no compuso esta música para el escándalo, para la vitrina donde los escritores nos convertimos en limosneros de lujo de los poderosos y la indiferencia ciudadana permite que todos cometamos atrocidades. Los cantos que guarda “El alma de la caña” son para regresar a esa placidez del lecho tibio y a la mano ajena, que es un paliativo para saberse acompañados.

Y voy a despedirme en el intento de encontrar una idea. Hasta ahora sólo me he referido al celofán desde un punto de vista más práctico y con pretensiones de hacerlo más hermoso. Pero en los estudios sociales, el celofán es la metáfora que se emplea para explicar la cobertura ideológica de las cosas que nos suceden a diario y hay quien a eso le llama “mentalidades.” Trágico viraje de una palabra. Hoy sería preferible quedarse con el celofán de la caja de chocolates de la pequeña Almudena, con el que Lilia Ramírez ha envuelto cada uno de los caramelos y dejar atrás la sordidez de la patria herida, esa mujer que en los libros de historia enseña un seno desnudo y en la que creímos era posible la vida.

¿Para qué sirve la poesía? Le preguntaron una vez al poeta Hugo Gutiérrez Vega. Él, magnífico, magnánimo, con la sabiduría que lo caracteriza, respondió: “No sé, quizás para que aprendamos a morir.”