domingo, enero 10, 2010

Réquiem por las librerías. Libros que forman pequeñas hogueras… de memoria y vanidades

Foto: Lorian

Voy a comenzar con la cita a un verso de Miguel Hernández: “Tanto penar, para morirse uno.” Es parte de un poema que el listillo de Joan Manuel Serrat grabó bajo la forma en canción, allá por los años setenta del siglo que se nos escapó de las manos. Ese siglo XX de guerras y transformaciones de la conducta humana, no sólo por motivos bélicos, creo, sino también por avances en la ciencia y en la tecnología, por la aparición de nuevas enfermedades, por la hegemonía de un imperio y por una de las bebidas que se asocian a la bandera de las barras y las estrellas: la Coca-Cola. Pero también por los Marines, que siempre desembarcan donde un títere no está de acuerdo con lamer los pellejos de los senadores que deciden la suerte del mundo desde sus mullidos sillones del Congreso.

Pero la historia de hoy no se trata de “historia” del mundo. Creo que para ser fiel al verso de Hernández hay que seguir con la cuerda al reloj de la poesía y en una antología de brasileños, titulada Arena de otros, el siempre apreciado Rafael Antúnez tuvo a bien trasladar al español e incluir a una maravillosa hacedora de milagros con las palabras. Se llama Cecilia Meireles. De ella, admiro unos versos del poema Canción, que sólo conozco por la traducción de Antúnez…

Y, en el planeta, un jardín,
y, en el jardín, un cantero;
y en el cantero, una rosa,
y, sobre ella, el día entero.

Esa me parece una bella metáfora de la duración de las cosas, que es, al fin de cuentas, la duración de la vida. Los ciclos que se abren y que cierran, aunque uno anhele la prolongación de la victoria o la disolución pronta de la derrota. Y lo escribo porque recuerdo un reportaje leído en alguna revista española, hace dos o quizá tres años. Allí se narraba la situación nueva, o “capitalista” o con tiendas Mc Donals o cosas por el estilo, de la vida moderna en la ciudad llamada Sofía, que es la capital de Bulgaria. Un dato que refresca, se trata de una región de la Europa no católica, sí musulmana y cristiana ortodoxa, una cultura muy distante a la nuestra. Sigo.

Antes de 1989, cuando inició la debacle de la que muchos historiadores denominaron como el “otro mundo” o para ser menos hiriente, a partir de la caída del Muro de Berlín, en la ciudad de Sofía, decía el reportaje, había más de cien librerías. No se trataba de un paraíso intelectual sino de lo que consigna el dato: de una ciudad dotada con una respetable cantidad de sitios dedicados a la venta de libros. Así como si en Xalapa presumiéramos de la cantidad de tiendas “24 horas” donde el comercio fuerte y constante es la venta de bebidas alcohólicas.

Lo triste de aquel texto era que con la llegada de la nueva oleada, de la modernidad occidental, en Sofía sólo quedaban abiertas 7 librerías. Yo no juzgo y sólo comparto el dato, porque si de “suponer” se trata, podríamos comenzar a imaginar que el nuevo capitalismo llevó las computadoras y los viejos lectores de libros cuyo soporte es el papel, ahora prefieren las versiones “on line” y otras barbaridades que me permito a experimentar sólo a nivel de la escritura. El caso concreto es que sólo quedan 7 establecimientos y voy a hacer una pregunta ociosa porque no me la va a responder nadie: ¿qué pasó con todos aquellos lectores? ¿La cantidad de librerías era una exageración del Estado búlgaro? ¿Las ratas acabaron con los libros? ¿Cuándo faltó el combustible, los habitantes de Sofía prefirieron incendiar libros para calentarse, en lugar de morir a causa de la hipotermia?

Y hace unos días, cinco veces en menos de 12 horas, me encontré o recibí llamadas de conocidos xalapeños que me advertían, con júbilo: “¿Ya sabías que en la plaza Ánimas hay una librería? Pues ahora debes saber que la van a cerrar y apúrate a visitarla, porque venden todo al cincuenta por ciento de descuento.” Para un lector o para un comprador de libros, la noticia de un descuento es una sorpresa que conduce al gusto y que traslada a la embriaguez de tener un nuevo libro, uno más, en la estantería de la casa. Sí, a muchos, también eso nos hace felices.

Apagué el teléfono celular. Pero entonces yo dejé a un lado mis gafas de mucho aumento y la novela que leía y los versos de Miguel Hernández me llegaron de inmediato: “Tanto penar, para morirse uno” y después recordé ese reportaje y quise pensar en que por fin daba una aplicación práctica al siguiente verso de Sylvia Plath: “En cada cisne, hay una serpiente.” Algunos compartimos alegría por un descuento y ¿qué pensarán los que están obligados a perder su ganancia con tal de no incendiarlo todo?

Cuando fui adolescente tuve el sueño ocioso de todo el que se ha decidido que dedicará su vida a los libros, a la docencia y cosas por el estilo, como adoptar la escritura como oficio. Pues deseaba ser dueño de un café, para invitar a charlar a quienes pensaran que hablar sobre libros podía ser tan emocionante como intercambiar las ventajas de tal o cual auto o describir las proezas sexuales. El sueño se quedó en eso, como se quedó: tener una librería, ser titiritero, director de teatro, violinista y sacerdote, ah, y becario mantenido por el gobierno, sin lectores, pero con un cheque seguro cada mes.

Y cuando hice a un lado la novela y apagué el odioso teléfono celular, pensé en la desgracia que supone renunciar a los sueños. Hay gente muy apreciada que con lágrimas, me ha contado de cuando fue niña y dejó el ballet, de cuando un mal profesor los humilló delante de sus compañeros de clase y por eso prefirieron o creyeron que su vida estaba destinada a otras cosas. Cuando uno escribe por oficio, siempre hay dadivosos que están dispuestos a contar sus historias, que siempre se tratan de grandes desgracias. Pero ver esfumarse algo que ya no era un sueño, siempre es doloroso. Y aunque por altanería parezca que me es indiferente el pronóstico de que los periódicos impresos se van a terminar en un transcurso de diez a veinte años, no es cierto, siempre hay algo que se quiebra.

Así que la noticia de júbilo por el descuento de los libros es también un heraldo negro, porque cierra una librería. No es halagador. Es triste… Recurro a Federico García Lorca…

Preciosa tira el pandero
y corre sin detenerse.
El viento-hombrón la persigue
con una espada caliente.

Los lectores ganaremos algunos libros inesperados por el bajón de precios. El librero se quedará sin un espacio y los empleados que atendían, sin un trabajo. Pero esto es cada vez mayor costumbre en la capital de Veracruz; yo echo de menos a los apasionados o aprendices de don Quijote que abren librerías, a los que vienen del Distrito Federal atraídos con el imán de que llegan a una ciudad culta sin saber que el ocio refulge en otros sitios. “Tanto penar, para morirse uno.”