miércoles, enero 05, 2011

Chambear de rey

Pintura: Hundertwasser

Durante una caminata entre sujetos disfrazados de reyes magos, un escritor chilango me confesaba que siempre había deseado componer una historia donde el personaje más desgraciado fuera un Melchor, Gaspar o un Baltazar. La trama no la tenía decidida, pero sí el desenlace o mejor dicho, el destino quijotesco de aquel desgraciado. Lo quería hacer borracho, desobligado y por si fuera poco, un personaje traumado por un mal recuerdo de la infancia: el día seis de enero del tiempo en que tenía los cuatro años.

El personaje se había enterado de quiénes eran, en realidad, los: “Pinches santos reyes” de una forma casi fellinesca. Fingía dormir cuando escuchó ruidos y creyó que la pata de un elefante se había enredado en los cajones de madera que estaban afuera de su ventana. “Tiene que estar frenético, cual buen niño de matinés: ha puesto cacahuates en la trampa, tendrá como prueba la huella del elefante. El ruido le indica que cayó la presa”. Yo le preguntaba que por qué un elefante: “Porque no era tan bruto como tú y él si recordaba que eran cacahuates lo que le gustaban a Dumbo, si serás güey”.

Alegaba que el pequeño jamás pudo enterarse de qué comían los camellos y aunque suponía que pastura, no tenía forma de conseguirla. “Era más fácil tener a la mano un chingo de cacahuates, porque su papá era palanquetero de profesión, surtía para las dulcerías de La Merced y este cabrón chamaco, le robó como cinco kilos de maní”. Comenzaba la ilusión que permite conjeturar las tramas. Ocurría que el chico apostó a los amigos y hermanos sus nuevos juguetes a cambio de mostrar la existencia de cualquiera de los tres reyes. Ideaba una trampa para elefantes y listo.

La prueba. Consistía en los ruidos, justo en donde estaba la trampa; si el elefante de Baltazar se entretenía en “aspirar” los cacahuates, habría tiempo y peso suficiente como para que se imprimieran sus huellas, en el suelo. El chico dormía tranquilo, en cuanto amaneciera, sería dueño de muchos juguetes. “Pero no encontró ni la huella, ni los cacahuates”. La prueba estaba a la mitad y ninguno le creía esas bobadas hasta que uno de ellos: “Regresa corriendo, pero hecho la madre; debe llevar un palo en la mano y en la punta que va al aire, viaja un tremendo bombón de caca”.

Según el escritor chilango, el excremento era la muestra irrefutable. “Los pinches chamacos, que saben la verdad y nomás se quieren divertir con el más pequeño, ven el trozo de mierda y reaccionan cuando se percatan que resaltan granos de cacahuate, quebrados. Entonces se entumen, los reyes sí existen. No había huella, pero si caca de elefante”. Tras la cátedra de escatología especializada en elefantes, escuché el final de la pretendida historia. Cuando los niños estaban a punto de canonizar al Benjamín, se corrió la voz de que una perra callejera, a quienes llamaban la Chimoltrufia, estaba muerta en una de las jardineras del rumbo de la Ciudadela; su muerte la causó una indigestión por tragar cacahuates crudos.

Y en la historia, cuando aquel desengañado se hiciera adulto, iba a trabajar disfrazado como uno de los magos, porque de esa forma cumpliría su desquite con la vida. Decía al oído de los niños aquella terrible verdad: “Son tus papás”. El argumento estaba un poco forzado, porque la treta era que el fulano se alquilara para un “macdonal” y si un chiquillo berreaba y un padre furibundo acudiera a reclamarle, respondería: “Le dije al nene que ahí están las papas”. El escritor me observó los esfuerzos que hacía por reprimir las carcajadas y un tercero comentó que le parecían evidentes dos plagios: Emilio Carballido ya había escrito sobre dos santa-clauses, uno fino y el otro lépero y después, Ricardo Garibay hizo que el Milusos se disfrazara de botarga invernal. La novedad no detectada, era la perra cacahuatera.

“Tanto café que tragan que ya no tienen ni un gramo de ilusión, de seguro fueron de los niños brutos que se ponían pijamita desde las tres de la tarde y hasta los veinte descubrieron que los reyes son puro cuento” nos dijo, con orgullo lastimado. En mi caso, la defensiva inmediata: “Te equivocas, la pijama era desde que llegaba del kínder…” y la edad, pues nunca falta el delator en el salón de cantos y juegos. Al ritmo del piano de la señorita Chepina, Paco nos juró: “Los reyes son los papás; me lo dijo mi hermano, que ya va en la primaria”. Abrimos tremenda bocota y nadie lo refutó.