martes, abril 26, 2005

Cristina Rivera Garza, la escritora

Cristina Rivera Garza pertenece a esa nueva primera gran generación de escritores nacidos entre los años sesenta y setenta que comienzan a posicionarse en espacios editoriales y claro, en las preferencias del público lector. Me refiero a primera “generación” en el sentido de que en veinte años será el grupo que dominará el panorama literario mexicano —cuando las edades oscilen entre los 50 y 60 años— y quienes lleguen, con las producciones, serán la referencia obligada en este desvirtuado país de lectores.
Ningún reloj cuenta esto lleva como título la última entrega de esta prolífica escritora, La más mía (poesía, 1998), La guerra no importa (1991) y la novela Nadie me verá llorar (2000). Coeditado por Tusquets y el Instituto Veracruzano de la Cultura, el libro de Rivera Garza presenta ocho cuentos que transcurren en la más completa desazón.
Con buen pulso Cristina Rivera escribe en Ningún reloj cuenta eso el panorama que ella propone: en la ciudad de México habita un desempleado que lee a Niestzche y trabaja un hombre que cree haber tenido contacto con una sirena; ahí viven también el “Chicago Boy” —que deambula entre cantinas y aztecas— y Pascal, un joven estudiante que enamora a las mujeres con gran facilidad. En la ciudad de Nueva York, un descendiente de alemanes parece un soñador socialista; y en una ciudad fronteriza un hombre imagina y sueña las claves de su identidad y desarraigo.
Estos personajes muestran una inquietud común: la fragilidad ante el encuentro con la mujer, eso que al momento parece la ausencia de la armadura. La sirena elusiva de uno, la amiga del otro, la amante de un muchacho que se inicia en la madurez, una forastera que acepta un matrimonio del que escapará muy pronto. En ese crisol resultan personajes que, en un camino inverso, asumen un desasosiego similar: el hombre, aquella suerte de fractura interna que produce la cercanía del otro. Es algo parecido al planteamiento del pensador español Eugenio Trías, en un magnífico y exhaustivo ensayo titulado “Tratado de la pasión”, donde explica que el deseo tiene la posibilidad de devenir en sujeto/objeto. Con mayor claridad: que las pasiones convierten a uno de los sujetos en objetos del amor.
El ritmo narrativo que Cristina Rivera emplea en este libro es extraño. Pero como lector, uno puede llegar a enredarse con los niveles de cada cuento y al final, tras una aventura de ciento ochenta y seis páginas, pensar que fue como admirar un mural de Rivera. Sí, esa literatura total que se encapsula en un mismo sitio pero que en cada una de sus escenas cuenta una historia independiente. La unidad son las pasiones humanas, es el hilo conductor de este libro, pero transmutadas en las presencias de hombre/mujer y la vida cambia a partir de un instante. Dice el personaje principal del que yo considero el mejor de los cuentos: Manera insólita de sobrevivir: “Me pongo fatalista. Después vienen los filósofos serios a hablar del intrínseco fatalismo del mexicano, los muy puercos. Mejor aquí le paro porque este es un año bisiesto y a lo mejor me cae la maldición eterna”... Y cuando al fin el amor se le convierte en odio, explota: “¿A poco es muy importante dar clases de español en una secundaria de gobierno cuando hasta tienes una maestría en Sócrates o alguna otra pendejada por el estilo?”. El lenguaje, obvio, es muy directo y lo peor que sucedería con los cuentos de Cristina Rivera es ver el reflejo en un espejo cuya imagen duele hasta el tuétano.