miércoles, abril 27, 2005

Otras usanzas

Mis abuelos pertenecían a la generación que todo lo aprendía en los libros, eran sabios y virtuosos... mis padres tuvieron como el complemento de su alma mater a la televisión y antes de asestarnos el primer cinturonazo recapacitaban en que si era lo aconsejable para educarnos como ciudadanos responsables y honestos, pero de todas formas nos tundían... yo crecí con el televisor a un lado, el Atari por el otro, la entrada triunfal de los zumos y lácteos en tetrapack y el papel de calcar como un milagro de evitarnos hacer copias en las tareas escolares... mis sobrinos (no tengo hijos) ya no entienden qué carajo es un disco de acetato y cuando escuchan la palabra “microondas” descifran que es algo parecido a una televisión vieja pero que fabrica palomitas al dos por uno mientras charlan en línea con la amiguita de Saint Malo y al mismo tiempo se entienden con el vecino de la vuelta, pero que no ha salido a intercambiar programas de cómputo porque el tiempo no lo permite.
Mis abuelos eran gente de los albores del siglo XX. Cuando fallaba el sistema eléctrico se conformaban con encender una vela y los quinqués y la diversión suponía escuchar historias de espantos y aparecidos. Dormían en punto de las 21:00 horas y para una dolencia mínima tenían la manzanilla o las hojas de menta, o el tilo para los nervios. Leían con puntualidad el periódico a las siete de la mañana y ahorraban hasta las cáscaras de plátano porque la vida era muy dura. No dudo que guardaran sus escasos ahorros en la borra de colchón de su cama matrimonial.
El que me engendró y la que me parió usaban una estrafalaria ropa a cuadros y camisas de fibras plásticas. Peinaban sus greñas con laca o vaselina y remediaban su chaparrez con zapatos de plataforma, además de emplear en su lenguaje el “¿Qué jais?”. Ellas creían en el diafragma como método anticonceptivo, se adherían pestañas postizas sobre los párpados y ellos se calentaban con las tímidas ediciones de la revista Signore. Ambos, hombres y mujeres, soñaban con la revolución cubana, la gran marcha que emprendiera Mao y coreaban a Demis Rusó sin olvidarse del último Couplé.
Yo crecí escuchando en el desayuno sobre la márgara-tacher y la guerra de las Malvinas. Aún me atareaba en imaginar cómo los Reyes Magos cargaban con tanto pinche juguete, en una sola noche, para tantos niños. Y lo mejor, no concebía que en un sobre de Tang cupiera la cosecha entera de un árbol de naranjas o que la golosina Duvalín no se cambiaba por nada si en la tienda de la esquina costaba sólo cincuenta centavos. Eran problemas serios para un niño que crecía en la década de los ochenta. O el nacimiento del oso panda en Chapultepec o el programa En vivo, del periodista Ricardo Rocha; ¿por qué los niños teníamos que largarnos a la cama y los adultos, muy divertidos, trasnochaban de viernes a sábado? En la actualidad mi generación ronda los treinta. La mayoría dormimos pasadas las cero horas y es normal. Los hijos hablan de la realidad virtual como nosotros decíamos la virtud en el catecismo. Divorciarse y abortar son palabras un poco más comunes. Los próximos padres saben del sexo del hijo(a) por el ultrasonido y nenas y nenes saben más de ordenadores que nosotros del cambio de velocidades en el coche-escuela. Ya no es el tiempo en que ataban a los perros con longaniza y el mundo sigue.