domingo, mayo 15, 2005

Con suerte y gana

Jamás supo qué significaba interesarse por los pequeños detalles de la existencia porque durante cincuenta y dos años, desde que tuvo uso de razón y dinero para comprar billetes de la lotería nacional su vida giró en torno a salir de pobre. Hizo una rutina que de tan normal no se antojaba, es decir: trabajar en una ensambladora de lunes a sábado y el día de pago, antes de largarse a la cantina para echar la partidita de dominó con los otros vagos, se pasaba por su casa para dejar lo más que pudiera del salario. La mañana de domingo una bronca clásica con su mujer, porque entre la opción de oír misa y quedarse a dormir la mona y ver el fútbol, pues aquella se largaba con las tres crías derechito a escuchar los sermones del mismísimo arzobispo y el señor, el rey de la casa, como tiene que ser: a descansar del ajetreo que supone mantener cuatro bocas y aquí, entre nos, a una querida.
Pero ¿quién sabe a que se debió el infarto? Fumaba lo considerable, que significa el sábado durante el dominó; si no era delgado tampoco gordo; siempre bebió igual o menos y ni ella, su mujer, pudo explicar al médico que era por falta de ejercicio, porque todas las mañanas se quejaba de las cuarenta abdominales que hacía en la silla romana y sobre eso de ejercer a discriminación el sexo, pues tampoco, porque hacía como diez años que ni la tocaba... Y de “esa perra maldita” ya no estaba enterada que se vieran. ¿Un susto?, menos, si cuando la primera de las dos hijas salió embrazada él le dijo que se lo sacaba por andar de puta y sanseacabó, a casar a los chamacos y que pongan su casita y le empiecen a roer el hueso al hambre. Boda digna de una reseña social. Fiesta de barrio y en la borrachera, reconciliación con el bellaco que le mancilló a la Nena a cambio de que si la cría era machito le pusieran Lucrecio, como el mero suegro.
Su infarto fue una mortificación pasajera. Lo malo era que había sucedido justo al inicio de sus vacaciones y los del seguro se hicieron rosca con los patrones y total, que para eso está el cuerpo, para exponerse. Y como sucedió mientras cenaban, en la placidez de una insípida discusión sobre ir a la playa o a Irapuato, a comer fresas y visitar a la madre de Lucrecio... pues vaya a saberse. La esposa recalcaba que era un castigo de Dios, por no cooperar con las obras de la parroquia y él, delante de enfermeras, médicos residentes y suegra le dijo que o cerraba el hocico o cuando regresaran a la casa ya se las iban arreglando, a solas y sin público de por medio. Le llegó su “gloria” el sábado, mas por un papeleo saldría hasta el mediodía del domingo de resurrección. Allí va Lucrecio, otra vez a la vida, enfundado en pants y con una camisa amarilla que en la espalda luce un número diez y encima de la cifra se puede leer: Pelé. A su lado, Minga lo coge del brazo; pues los hijos ya tienen sus vidas aparte y ninguno pudo ir a recoger al padre en el hospital. Y entre que llega un taxi desocupado, el hombre se aproxima donde un anciano vende tacos dorados con papa, compra dos y los pide con salsa. Que nos les pongan mayonesa, mijo, ¿no te acaban de decir del colesterol? Le ordena ella. Es que los de mayonesa son para ti, ¿a poco no tienes hambre? Mírate la flacura, tienes que llenar ese vestido, para que te veas mejor. Y ella comprende que treinta y un años juntos no han sido en balde, porque con dos tacos grasosos entre las manos la llevó a suspirar por la época en que fueron novios.