miércoles, mayo 11, 2005

Días y tinieblas

Es muy evidente el bombardeo televisivo para recordarnos que todos tenemos madre; es decir, que nuestra vida se debe a un capullito amoroso que nos ha cargado nueve meses en el vientre y que se ha desvelado y todas esas palabras tan bonitas en un país de machitos guadalupanos. Pero nuestra moral, que como toda preciada de serlo tiene la garantía de la doblez, orilla a que los mercachifles sepan vender tan bien la idea del agradecimiento. Pero en fin, días como este y el doce de diciembre significan aún para un grueso de la población mexicana, una fecha obligatoria para llenar desde los pasillos de los centros comerciales, atiborrar floristerías, dar trabajo a los mariachis y visitar los cementerios.
Esto se convierte en una ironía de la tradición popular. Las grandes fechas tienen una relación directa para con la mayoría de una sociedad determinada, como pueden ser las fiestas patrias o incluso las religiosas. Lo que sigue tiene que ver con la experiencia de cada quien, con el propio libro de la vida personal, cotidiana, íntima y por lo tanto, de escasa importancia para la mayoría. Por esa razón, los aniversarios (de nacimiento, noviazgo, boda, divorcio y muerte; por citar algunos que se consideran parte del tránsito natural de cualquier ser común) sólo interesan a los inmiscuidos.
Las ciento veinte millones de almas que poblamos México, ¿no tendremos una fecha particular, privada y por tanto: significativa, como para iniciar una fiesta o dar un regalo a quien nos interesa halagar? Eso nos lleva precisamente a pensar rápido en el verso del poema que dice: “en vida, hermano” y no desesperar en que el calendario nos diga, ordene, que ahora sí: tenemos madre.
Recuerde el lector la estructura básica de los filmes nacionales que pretendían establecer costumbres, como las del diez de mayo. Hasta la década los setenta podíamos asistir a los melodramas desgarradores donde veíamos los sufrimientos, las penas y trabajos por las que pasaba una mujer sola o incomprendida por el marido (que es un equivalente a soledad) pero que aún con todo sacaba a sus hijos a flote. Y el diez de mayo, ya anciana, cuando la mujer lloraba frente a un cromo que le reproducía a la Guadalupe —madre de los hijos de la Malinche— y en el vecindario (casi asilo) empezaba la fiesta. No faltaba una vecina piadosa que llamaba a la puerta de un cuartucho miserable para decirle a doña Fulanita: “Véngase usted a comer un molito”. Y la actriz que hacía de madre: “Gracias, hija, qué buena eres”.
Claro, no era un filme digno de venderse si a mitad de la fiesta no iban llegando los hijos que tenían a esa pobre mujer en el olvido. Regularmente la composición familiar se mostraba (qué necios, siempre recurrían a los mismos personajes, a los “clichés”) que la hija que salió puta retornaba a los brazos de la progenitora con un ramo de flores, un niño de brazos y ahora sí, un marido comprensible y responsable. Que el hijo, bueno para nada, regresaba con unos cargadores que llevaban un frigorífico y él, el vago, con un título de abogado entre las manos. Y los dos hijos, arrodillados, veían con descanso de su conciencia, cómo la que hacía de madre colgaba las pantuflas y entregaba su alma al Señor, agradecida, porque al menos, en los últimos minutos de su desgraciada vida, se había percatado que no todo es en vano. ¿Qué fantasía, no? Fiestas como éstas son tan extremas en una patria tan herida como la nuestra. Días como hoy, sólo las que han parido merecen el huateque, pero en adelante, todas las mujeres son zorras, menos la madre y la hermana. El que nos enfada con una trampa es un hijo de la chingada; el que nos traiciona, no tiene madre; quien comete un error a sabiendas, tiene muy poca madre; y quien de plano ya no merece mayor consideración de parte nuestra, pues que vaya y chingue a su madre. Esas sí que son madres para arriba y para abajo, sin hábito, porque de lo contrario ya hablamos de monjas que viven en los conventos.