miércoles, mayo 11, 2005

Pequeños sonrojos

Karitina medirá como uno sesenta y debe pesar ¿unos cien kilos? Trabajó en la casa de mi madre cuando mis hermanos y yo éramos unos adolescentes. Siempre me gustó platicar con ella porque aprendía cosas que nunca había escuchado y sus historias me dejaban con la boca abierta. Pero ella no sabía de todo, porque aprendió a trapear cuando la señora de la casa le explicó la maravilla de la técnica: pisar por donde no se ha limpiado.
Y resulta lo que a menudo sucede, Karitina nos dijo adiós y nos quedamos sin las regordetas manos que pelaban papas y despellejaban tomates, que barrían el piso y medio trapeaban. Yo eché de menos su presencia, porque los meses y nuestras pláticas lograron una sólida amistad. Compartíamos los problemas propios de mi edad y la suya: novias o amores imposibles contra sus obsesiones por ser delgada y reconquistar al padre de sus hijos.
Sin embargo, la despedida de “Tina” nos llenó de alegría: se iba a razón de haber conseguido una plaza como intendente en una dependencia de gobierno. Y mientras mi madre daba el veredicto de las ventajas de tener un trabajo seguro que lograra generar un patrimonio para los hijos, yo pensaba que así ella podría ganar más para comprar el tratamiento mágico que anunciaba una revista cuya promesa era transformar los cuerpos redondos en varitas de nardo.
Al paso de los años me encontré a Tina en el mercado. Visiblemente sus cien kilos se habrían perdido en la voluptuosidad de unos veinte más, sus cabellos pintaban algunas canas y a su lado caminaba una jovencita que cargaba a un bebé. “Mi hija y mi nieto” dijo. Platicamos unos minutos y tras encomendarme saludar a toda mi familia se despidió. Entonces recordé que otra de sus preocupaciones radicaba en la virginidad de su hija y las consecuencias que pudiera traer el perder aquellito. Bueno, uno no siempre puede mantener inmaculadas algunas zonas del cuerpo.
A partir de aquel año nuestros encuentros se volvieron de temporada: hemos coincidido algunas noches del cinco de enero y los veintinueve de abril en los puestos callejeros. Si bien Tina no tenía hijos en edad de merecer juguetes, ahora su papel de abuela la obligaba a frecuentar tales sitios. Y allí iba y venía, gorda, preciosa, abriéndose paso entre la multitud porque el chiste es venir el mero día a que te pisen el callo, a que te enojes porque la pelota que ayer viste en quince hoy te la enchufan en veinticinco, ¿qué le hacemos? Y de verdad que luchaba contra la pueblada que parecía venírsele encima.
Pero este año no atisbé a ninguna gorda como ella, porque no todas las gordas tienen su gracia y bueno, si la casualidad es todo menos obligatoria, Tina me saludó hace unos días. La miré distinta, más delgada (como de unos ochenta), alegre porque finalmente había perdido muchos kilos y triste porque la casa de empeños, que mejor le paga por su televisión, está en quiebra. Cuando logró agenciarse los servicios de un buen nutriólogo —en el que ha invertido sus buenos “centavos”— cierran el empeño y el chiquillo se queda sin juguetes y ella con una tele que ni siquiera ve, porque trabaja todo el día. El problema no era sencillo, cuando pudo comprar buenos juguetes el niño ni hablaba ni entendía mucho. Ahora que andaba bruja, el chiquillo revisa hasta por debajo de las cajas, con tal de que no le hayan comprado porquerías chinas. Y en este país ¿no son las abuelas el último recurso? Vuelvo a repetirme: uno no siempre tiene lo que quiere.